Como anarquista, no podía esperar otra cosa que la deriva ultraconservadora, elitista e hipócrita de este sistema, convertido en una especie de monopoly que nos empeñamos en llamar “gobierno del pueblo” (democracia), a pesar que desde hace mucho perdió el rumbo y traicionó la idea de vivir en una sociedad más libre, justa, respetuosa de la autonomía individual y la sostenibilidad del planeta.
Resaltar que a lo largo de la historia, cualquier forma adoptada por el Estado ha perpetuado, en la teoría y la práctica, el hecho de dejar en pocas manos las decisiones sobre el conjunto de la sociedad. Y después de tantos siglos ha quedado grabado en el subconsciente social que esta es, no ya la mejor, sino la única forma de organización social, impidiendo que la gente tome conciencia de la importancia de ser protagonistas de sus propias vidas, de participar de forma efectiva en la toma de las decisiones que le afectan en su existencia.
Hablo de los grandes imperios de la antigüedad, de la sociedad feudal, hablo de reinados, hablo de repúblicas, de fascismos, hablo de dictaduras del proletariado, hablo de estados teocráticos, o de las pseudodemocracias occidentales actuales.
Multitud de formas de Estado con el único objetivo de constituir una rígida tutela por parte de una minoría, para vigilar y dirigir la conducta y los sentimientos de un ente, EL PUEBLO, al que consideran, bien un peligro y por tanto necesitado de vigilancia y control, o bien menor de edad, y por tanto necesitado de dirección y tutela.
Unas y otras formas de “Estado” se afanan, de forma insistente, en propagar o querer vender un premio de consolación: El que la estructura estatal ha sido la que, de una u otra forma, ha mejorado del modo más eficiente la vida de las personas. Eso sí, según épocas, sin contar con los afectados, o contra los afectados, o a pesar de los afectados, o pasando por encima de los afectados. Y por supuesto, sin establecer baremos de esa supuesta eficiencia, que habría que ver si es tal en términos de salud (física y mental) de las personas o la salud del planeta.
En cualquier forma de Estado, la historia nos muestra que quienes lo conforman siempre han terminado encaramados en la prepotencia, que inevitablemente lleva al elitismo y a la formación de rancias oligarquías, llámense fascistas, marxistas, demócratas o liberales. Y por supuesto, tanto si se trata de un Estado por imposición o por elección, el resultado evidente siempre es la desconexión con el pueblo, ya sean súbditos o electores. Desconexión camuflada haciendo creer que ese pueblo es poseedor de una soberanía que, evidentemente, no deja de ser ficticia.
Y para mantener esa ficción, el Estado no solo se sirve del abuso de la violencia o del control de los medios de comunicación masivos, sino que recurre al mecanismo, mucho más sutil, de la presión social de la mayoría que se siente cómoda con el estatus estatal, para mantener a raya, para marginar a quienes quieran cambiar esa estructura.
En otras palabras, salirse de ese creernos libres, no sólo tiene la dificultad de tener que enfrentarse a la autoridad y poder de la maquinaria estatal. Es casi mayor la lucha contra la influencia y la acción que la propia sociedad ejerce sobre sus miembros.
Y esa dificultad añadida es porque, a diferencia del Estado que siempre termina usando la violencia, la presión social, que igualmente aplasta y paraliza, no presenta ese carácter violento. Es una presión asumida, muchas veces imperceptible, pero que actúa desde que se nace, no dicta leyes que cumplir pero crea hábitos, costumbres, prejuicios, creencias que van calando y moldeando la mentalidad. Y la consecuencia práctica es apatía social y miedo.
Apatía como producto de tener incrustados hasta la médula, la creencia y el convencimiento de que no hay otras formas posibles de organización social. Y miedo por la incertidumbre ante los efectos de ese nuevo orden social. De ahí, que toda la estructura “estatal” se mantenga intacta, por más siglos que vayan pasando. El Estado sabe de esos mecanismos, y los aprovecha con excelentes resultados.
El concepto de “Estado”, lleva aparejado el concepto de “incapacidad e ignorancia”. El pueblo es esa masa incapaz de pensar y organizarse, y por tanto deben ser orientados, guiados por aquellos que, considerándose más capaces, asumen la penosa y dolorosa tarea, según ellos, claro, de sacrificar sus intereses personales y descuidar sus propios asuntos, para ocuparse de mantener la moral, el orden y la producción.
Como anarquista de a pie, me ruborizo al ver esas discusiones entre políticos e intelectuales sobre la mejor forma de gobierno que le interesa al pueblo, pero sin contar con él.
Me rebelo al ver a unos pocos dictaminando que lo que se necesita son personas con autoridad moral y espiritual, como si el desastre social y el sufrimiento del pueblo que se ve repasando la historia, no fuera responsabilidad de personajes tan morales y espirituales como nefastos.
Esa insistencia en que sin el Estado nada funciona o que el Estado es el motor de los cambios, me produce un rechazo visceral, puesto que a lo largo de los siglos, vemos que sin el concurso del pueblo (bien por acción o por omisión) no hay verdaderos cambios sociales.
Lo vimos en la Revolución francesa que estremeció Francia entre 1789 y 1799. Trajo consigo profundos cambios económicos, políticos sociales y culturales, impulsados por el pueblo, que había tomado en sus manos su propio destino, y estaba resuelto a reformar las cosas para labrarse un futuro mejor.
Pero también la Comuna de París en 1871, la Revolución rusa de 1917 y la Revolución española de 1936, constituyen puntos de referencia para comprender lo que se puede conseguir con la participación del pueblo, al mismo tiempo que entender el porqué de la inexistencia de alternativas a las actuales estructuras estatales.
Hoy en día, ese camino hacia una nueva forma de organización social está cegado. El concepto de pueblos libres, autónomos y autogestionarios se difumina en aras de una globalización que tiende a uniformar el pensamiento, toda acción, toda idea, todo programa. No hay que pensar, ni experimentar, solo copiar lo que otros han hecho. El individualismo que se ha incrustado en la sociedad, la idea de salvarse cada uno por sus medios, la desconfianza absoluta entre las personas, no ya de distintos países, sino de la misma ciudad, del mismo barrio, la nula preocupación por lo público, el protagonismo y las ansias de poder, el fanatismo de quienes creen poseer la verdad absoluta… hacen imposible una actuación conjunta en aras de un cambio social. Todo se confía a lo que decidan quienes, según ellos a disgusto, entre grandes penalidades y renunciando a sus intereses, velan por el pueblo desde la cúpula de la estructura estatal.
Y en ese papel de apuntalar el Estado, nada contribuye con más vehemencia que la religión. Nunca hubo Estado sin religión (algunos estados intentaron suprimir las religiones teístas, pero fomentaron la religión del culto a la personalidad o al aparato). Una religión necesaria para poder dar salida a la presión que ejercen unas vidas basadas en la competencia, en la desigualdad, en los privilegios de unos pocos, que necesitan de la obediencia de unos muchos. Los estados acuden a la religión ante la imposibilidad de satisfacer todas las necesidades de la gente. Una religión para dar esperanzas de una vida mejor, eso sí, celestial y futura, ante las perspectivas de una vida, terrenal y presente, dura, insatisfactoria, plagada de injusticias.
Ante el problema planteado en este escrito, junto a otros como por ejemplo, independencias o autonomías, sobre qué sistema electoral es mejor (¿para quién?), sobre la financiación autonómica, sobre quién es más o menos corrupto, el papel de los sindicatos, la violencia machista, la igualdad de género, la ley mordaza o incluso sobre cuantas migajas repartirá el Estado para las pensiones… ¿qué papel se debería jugar desde el entorno libertario?
En mi opinión, y dado que hoy por hoy es imposible salir del marco de Estados, partidos, autonomías, jueces, democracias… los libertarios deberíamos estar presentes en la forma que se considere (apoyo, participación, coordinación, comprensión, crítica, acercamiento, debate, consenso) en aquellos movimientos donde aparezca o se intuya, aunque sea mínimamente, algo de rebeldía, de lucha por derechos fundamentales, de salvaguardar dignidad, de afrontar abusos, de romper el miedo, de suprimir privilegios, de conservar el planeta…
Seguramente, en la actualidad, esa presencia libertaria, a efectos de progreso social, de autonomía vital, de libertad verdadera, a efectos de respeto y apoyo mutuo, no sirva para cambiar la forma de organización social, la forma de interactuar entre nosotros mismos y con este maltratado planeta, pero puede servir para dar a conocer nuestro bagaje doctrinario sin tener que renunciar a él, haciendo lo que mejor sabemos hacer, que es la acción (responder y actuar) y el inconformismo (siempre pensando en ir más allá).
Porque de lo contrario, la alternativa es permanecer aislados, condenarse a la insignificancia, rumiando y perfeccionando nuestras teorías y tirándonos de los pelos intentando comprender el porqué el resto de la humanidad no ve en nuestras recetas la solución a sus problemas.
Y da lo mismo si unos Estados se declaran monárquicos o republicanos, si apelan a la democracia o al fascismo, si impregnan sus decisiones de laicidad o de teísmo, si quieren federarse o confederarse, si se decantan por la ley D´Hont provincial o por el sistema Sainte Lague autonómico, pues visto lo visto, me da la impresión que por mucho tiempo, el pueblo seguirá desempeñando su papel de rebaño, y donde hay un rebaño ya se sabe que sí, que te dan de comer, pero te imponen la forma de vida, hay perros que vigilan para que no te salgas de esa forma de vida impuesta, y hay esquiladores que te arrancan la piel cuando consideran llegado el momento.
Marc Cabanilles
Publicado originalmente en revista Al Margen #105, Valencia (Esp.), primavera 2018. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/revista105_revista72.qxd_.pdf
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