En enero de 1901 se acabó de construir un cobertizo en el
que se abrió una taberna llamada La Tranquilidad, situada en la esquina de
la avenida del Paralelo con la calle Conde del Asalto (ahora Nou de la Rambla),
que hacia 1910 se trasladó al número 69 de la Avenida del Paralelo, al lado del
actual teatro Victoria.
Desde principios de siglo varios cafés del Paralelo,
especialmente el café Español y La Tranquilidad, se habían
convertido en punto de encuentro habitual de anarquistas y sindicalistas, en
cuyas mesas circulaban noticias y rumores, se discutían las respuestas armadas
a los últimos ataques del Libre, Capitanía y la patronal, o se conspiraba
clandestinamente. En las terrazas contiguas de los cafés Español, Concert
Sevilla, Paralelo y Rosales, en la gran acera de la avenida Paralelo
desde el número 64 al 80, entre las calles Ronda Sant Pau y Abad Safont, se
debatía todo lo humano y divino, a menudo sin más trascendencia que el
acaloramiento de la discusión entre hombres encendidos por sus ideales. Justo
en la acera de enfrente, en el café La Tranquilidad, hallaban cobijo las
ideologías más extremistas y se planificaba desde las respuestas más adecuadas
a los ataques patronales hasta una insurrección armada o una huelga general. La
paradoja del nombre del café-taberna con la realidad del ambiente que
respiraban sus parroquianos no podía ser más radical, pues las continuas
peleas, trifulcas, discusiones políticas, registros de la policía a la busca de
elementos peligrosos o infractores del orden público, que a menudo acaban en
tiroteo, no podían dar un mentís más sonoro al tan beatífico como inapropiado
nombre del bar La Tranquilidad.
De 1917 a 1923, durante los años más duros del pistolerismo entre la patronal y los sindicalistas del
único, eran frecuentes las rifas de “pipas” entre la clientela. La “pipa” no
era un útil de madera para fumar, sino una Star para defenderse de los asesinos
del Libre y de la policía de Martínez Anido. También era posible comprar una
pistola por cuarenta y cinco pesetas que, en casos de confianza y necesidad
inmediata, podía adquirirse a plazos de una peseta a la semana. Existía una
provisión casi inagotable de Stars, fabricadas durante los años de la Gran
Guerra para proveer al ejército francés, que a causa del descontrol del
gobierno habían surtido abundantemente un próspero mercado negro. La pistola
semiautomática Star, conocida como “la sindicalista” era la utilizada por los
obreros del Sindicato Único (CNT), mientras la “Browning” era la predominante
entre los asesinos del Sindicato Libre, el Somatén, las bandas parapoliciales y
la policía, sin que estuviera demasiado claro los límites entre unos y otros,
coordinados todos ellos por Capitanía y el jefe de policía, y generosamente
financiados por la patronal, en un clarísimo y descarado ejercicio de terrorismo
de Estado, que alcanzó su máxima expresión en la práctica habitual de la “ley
de fugas”.
La denominada ley de fugas consistía en acribillar a balazos
a los prisioneros que se trasladaba o liberaba de la cárcel, excusándose en la
fuga o provocación de los detenidos, e incluso en una sarcástica “ignorancia”
de lo acaecido a las puertas de la prisión a los obreros que acababan de salir
“libres” a la calle.
La Federación Patronal y el Fomento del Trabajo financiaron
el terrorismo antiobrero que organizó el general Milans desde Capitanía,
movilizando una legión de confidentes que elaboraron el fichero del capitán
Lasarte, donde se recogía toda la información posible sobre los obreros que
habían de ser controlados o eliminados.
La extrema violencia social, el terrorismo de Estado y las
grandes bandas del crimen organizado de Bravo Portillo o Koening borraron los
débiles límites que separaban la delincuencia común de la represión policial al
servicio de la patronal. No se sabía bien donde empezaba la corrupción y la
acción militar o policial, o donde acababan las competencias parapoliciales de
las bandas criminales; cuando se estaba ante una organización patronal o la
organización para la financiación de unos pistoleros; donde acababa el
sindicalista, o el policía, y empezaba el delincuente; quien ejercía funciones
represivas gubernamentales o simplemente la organización sistemática y brutal
del asesinato de los obreros.
El 23 de febrero de 1923 Juan García Oliver, en una reunión
realizada en el bar La Tranquilidad con los delegados de varios
grupos de afinidad anarquistas, expuso su táctica de la “gimnasia
revolucionaria”, que fue aprobada con el nombramiento de un comité de
coordinación, constituido por Aurelio Fernández y Ricardo Sanz. El 10 de marzo fue
asesinado el dirigente cenetista Salvador Seguí, en la calle Cadena, a la
salida del bar La Trona. En septiembre de 1923 el golpe de Estado de Primo
de Rivera instauró una férrea dictadura, que dio carta blanca al peor enemigo
del movimiento obrero, Martínez Anido, que sumió a la CNT en la clandestinidad
y una larga oscuridad.
Ya en los años treinta los activistas anarquistas hicieron
de La Tranquilidad un asiduo lugar de encuentro nocturno de
anarquistas y cenetistas, tras una jornada de trabajo.
El local era cuadrado, repleto de mesas y sillas, con
capacidad para 200 personas. Contaba con un moderno mostrador, pianola y
nevera. Las paredes estaban desnudas, salvo la frontal, adornada por un retrato
de Ferrer i Guardia, que ensalzaba la Escuela Moderna. En los frecuentes
periodos de cierre del bar, los clientes solían acudir al bar Chicago, en la
acera opuesta del Paralelo, esquina Ronda San Pablo; o bien al bar Rosales.
Esos tres bares, alrededor de la Brecha de San Pablo, se repartían la
militancia anarquista.
En alguna ocasión se habían presentado en el bar La
tranquilidad, a la hora del almuerzo, los pistoleros hermanos Badía, futuros
organizadores de la policía catalanista del Gobierno de la Generalidad y
fanáticos anticenetistas, tragándose unas enormes ensaladas de cebolla y bebiendo
de grandes porrones, con unas monumentales pistolas depositadas sobre la mesa,
a modo de chulería y provocación antisindicalista.
Martí Sisteró, el dueño del bar, era un antiguo militante
cenetista, que permitía se sirvieran vasos de agua del grifo, y la permanencia
ilimitada en las mesas, sin gasto alguno. Las redadas eran continuas y
frecuentes, porque eran el primer lugar que la policía visitaba en caso de
disturbios. En enero de 1932 varios anarquistas, entre los que se contaban
Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti, fueron detenidos en el bar La
Tranquilidad, ya que pocos días después de la insurrección del Alto Llobregat
habían concertado, muy ingenuamente, una reunión en la conocidísima taberna.
A las cuatro y media de la madrugada del 19 de Julio de 1936
las tropas del cuartel del Bruc, en Pedralbes, habían salido a la calle,
dirigiéndose por la Avenida 14 de abril (hoy, Diagonal) hacia el centro de la
ciudad. Los obreros, apostados en las inmediaciones de los cuarteles, tenían
órdenes de dar el aviso y de no hostigar a los soldados hasta que no estuviesen
ya muy alejados de los mismos. La táctica del Comité de Defensa Confederal
había acordado que sería más fácil batir a la tropa en la calle que si
permanecía atrincherada en sus cuarteles.
A las cuatro y media de la madrugada del 19 de julio, el
regimiento de caballería de Montesa, sito en la calle Tarragona, tras un
tiroteo de unos veinte minutos con los guardias de asalto, ocupó la plaza de
España, y se desplazó por la Gran Vía hasta la plaza Universidad, y las Rondas
de San Antonio, de San Pablo y el Paralelo, con la misión de enlazar con
Atarazanas y la División. El primer escuadrón ocupó la plaza de España con una
sección de ametralladoras, confraternizando con los guardias de asalto del
cuartel, situado en esa misma plaza, entre Gran Vía y Paralelo, donde ahora se
ha instalado la central de los Mossos d´esquadra, en el edificio en el que
durante muchos años se expedían los pasaportes. Los guardias de Asalto y el
escuadrón de caballería acordaron un curioso pacto de no agresión, y en el
transcurso de la mañana salieron del cuartel de asalto refuerzos hacia el Cinco
de Oros y la Barceloneta, que no fueron molestados, al tiempo que éstos
permitían el dominio de la plaza de España por los sublevados, y posteriormente
el paso de una compañía de zapadores desde el cuartel de ingenieros Lepanto
(que estaba situado a la altura de la actual plaza Cerdá, donde ahora se
levanta la llamada Ciudad de la Justicia), por la plaza de España y el Paralelo
hasta las Dependencias Militares (actual Gobierno Militar).
En la calle de Cruz Cubierta, a la altura de la alcaldía de
Hostafrancs, el comité de defensa había levantado una barricada que cerraba la
calle y testimoniaba la insurrección obrera. Las tropas sublevadas disponían de
dos piezas de artillería, emplazadas junto a la fuente, que habían llegado en
camionetas desde el cuartel de los Docks. Los militares dispararon un obús
sobre la barricada, errando al alza un disparo que destruyó un pequeño
parapeto, levantado en la esquina de la calle de Riego, produciendo diecinueve
bajas: ocho muertos y once heridos. En un escenario dantesco, con trozos de
carne humana colgando de árboles, farolas y cables del tranvía, y la cabeza de
una mujer decapitada, lanzada a setenta metros de distancia, los comités de defensa
siguieron defendiendo la barricada.
El segundo escuadrón, con una sección de ametralladoras, al
que se sumó un grupo de derechistas, fueron hostilizados en la calle Valencia,
pero consiguieron su objetivo, que era el de dominar la plaza de la Universidad
y ocupar el edificio universitario, en cuyas torres emplazaron ametralladoras.
El tercer escuadrón tenía por misión dominar el Paralelo,
con el objetivo de enlazar el regimiento con Capitanía. Al llegar a la altura
de la Brecha de San Pablo no pudieron superar una monumental barricada de
adoquines y sacos terreros, que dibujaba un doble rectángulo, desde el quiosco
sito frente a El Molino hasta el bar Chicago de la avenida
del Paralelo, porque un intenso tiroteo les cerraba el paso. La tropa facciosa consiguió
ocupar el sindicato de la Madera de la CNT en la calle del Rosal, y las
barricadas, abandonadas por los militantes obreros, cuando los oficiales al
mando (aplicando el Plan Mola) amenazaron fusilar allí mismo a mujeres y niños
del barrio. Los sublevados instalaron tres ametralladoras, una frente al
bar La Tranquilidad (junto al Teatro Victoria), otra en el terrado
del edifico colindante con El Molino, y la tercera en la barricada de la
Brecha de San Pablo, que fueron empleadas a fondo contra el pueblo en armas.
Escofet, el comisario de orden público de la Generalidad,
había perdido el control del Paralelo, porque la compañía de guardias de
asalto, enviada desde la Barceloneta, había sido vencida y acorralada en el
muelle de Baleares. Los facciosos habían obtenido una primera victoria, y
dominaban todo el paseo de Colón desde Correos hasta la Aduana, así como todo
el Paralelo, lo que les permitía enlazar con plaza de España y el cuartel de la
calle Tarragona. Eran las ocho de la mañana.
El tercer escuadrón había necesitado dos horas para tomar la
barricada, defendida por el comité de defensa de Pueblo Seco y los militantes
del sindicato de la madera. Pero los obreros seguían hostilizando a la tropa
desde el otro lado de la Brecha, desde las terrazas de los edificios cercanos y
desde todas las bocacalles. A las once de la mañana el tercer escuadrón había
conseguido dominar todo el espacio de la Brecha, tras tres horas de combate.
El intento realizado por las tropas situadas en plaza de
España de reforzar a sus compañeros de la Brecha había sido detenido a la
altura del cine Avenida, por el tiroteo y acoso a que fueron sometidos, desde
Paralelo/Tamarit. La creciente presión de los comités de defensa de Sants,
Hostafrancs, Collblanc y La Torrassa no sólo consiguió detener este avance,
sino que acto seguido rodearon y atemorizaron a las tropas acampadas en la
plaza de España.
Los comités de defensa cenetistas decidieron contraatacar en
la Brecha indirectamente, desde Conde del Asalto (hoy Nou de la Rambla) y otros
puntos, infructuosamente. Se sumaron a los asaltantes una decena de guardias de
asalto que, aunque habían sido requeridos en el lugar por el oficial de Asalto
que combatía con los militares sublevados, decidieron sumarse a las fuerzas
populares. Poco después, los refuerzos procedentes de plaza del Teatro, tras
asaltar el Hotel Falcón, desde donde habían sido tiroteados, se desplazaron
desde las Ramblas por la calle de San Pablo, y tras pactar la neutralidad del
cuartel de carabineros y vaciar la prisión de mujeres de Santa Amalia, llegaron
por la calle de las Flores hasta la Ronda de San Pablo, batida desde la
barricada del Paralelo por el fuego de la tropa facciosa.
Antonio Ortiz, con un pequeño grupo, que llevaba las cuatro
ametralladoras tomadas en Atarazanas, logró cruzar al otro lado de la Ronda de
San Pablo, construyendo rápidamente una barricada que les ponía al abrigo de
los disparos de las tres ametralladoras instaladas en la Brecha. Tras subir al
terrado, los anarquistas emplazaron sus ametralladoras en la azotea del
bar Chicago (el mismo edificio porticado es hoy una oficina
bancaria), que protegieron con sus ráfagas el asalto en tromba, y al unísono,
directamente sobre la Brecha, desde el café Pay-Pay en la calle San Pablo
(frente a la iglesia románica), desde la calle de las Flores, desde la calle de
las Tapias y desde ambos extremos de la calle Aldana, además de una maniobra
envolvente desde la calle Huertas.
El capitán que mandaba la tropa junto a la ametralladora,
situada en mitad de la Brecha, fue abatido por los disparos de Francisco
Ascaso, el más adelantado de los atacantes, que avanzaban corriendo
temerariamente a la descubierta. Un teniente intentó revelar en el mando al
capitán caído, para seguir resistiendo, pero fue abatido por un cabo de la
propia tropa. Era el final del combate abierto en la calle. A mediodía la
mayoría de soldados habían confraternizado con los cenetistas.
Los pocos combatientes que aún quedaban del tercer escuadrón
se habían ido refugiando en el interior de El Molino, donde se rindieron hacia
las dos de la tarde. En este punto crucial de la ciudad los anarquistas, entre
los que se encontraban Francisco Ascaso, Juan García Oliver, Antonio Ortiz y
Ricardo Sanz, habían derrotado al ejército, tras más de cinco horas de lucha.
García Oliver no dejaba de gritar “¡sí que se puede con el ejército!”, mientras
Ascaso blandía el fusil sobre su cabeza dando saltos de alegría. Entre los
anónimos combatientes cenetistas victoriosos en la Brecha estaba el militante
del sindicato único de la Madera Quico Sabaté, que años más tarde se convirtió
en uno de los maquis más famosos y temidos.
La Brecha de San Pablo era el primer sitio de la ciudad
donde los comités de defensa de la CNT y el pueblo en armas habían derrotado,
sin apreciable ayuda ajena al proletariado, la sublevación del ejército; aunque
no sería la última gesta revolucionaria de aquel día en Barcelona.
En treinta y dos horas el pueblo de Barcelona había vencido
al ejército en toda la ciudad. Casi todas las iglesias y conventos, algunas ya
desde la noche del 19, volvieron a arder controladamente, o vieron cómo se
encendían fogatas sacrófagas a sus puertas. La sublevación militar había
provocado una insurrección revolucionaria. El proletariado barcelonés estaba
armado con los treinta mil fusiles de San Andrés. Escofet dimitió a finales de
julio de su cargo de comisario de orden público, porque ya no podía
garantizarlo. La sublevación militar y fascista, que contaba con la complicidad
de la Iglesia, fracasó en casi toda España, creando como reacción una situación
revolucionaria. La derrota del ejército por el proletariado en la “zona roja”
había dinamitado el monopolio estatal de la violencia, brotando de la explosión
una miríada de poderes locales y de barriada, directamente asociados al
ejercicio local de la violencia.
En realidad, nadie sabía qué hacer con el poder, ni se
entendía demasiado bien lo que era “eso”. Frente a la amenaza fascista, que
había triunfado en media España, se impuso la consigna de unidad antifascista,
de unión sagrada con la burguesía demócrata y republicana. Más que una dualidad
de poderes entre Generalidad y Comité Central, se daba una duplicidad de
poderes.
Hacia mediados de agosto los comités superiores de la CNT ya
habían decidido, en cuanto las condiciones lo hicieran posible, la disolución
del Comité Central de Milicias Antifascistas (CCMA), que
sería sustituido por unas comisiones de delegados antifascistas, coordinadas
con el gobierno de la Generalidad. Pero, entre tanto, los comités
revolucionarios, surgidos espontáneamente por doquier, imponían ya la nueva
realidad política, social y económica surgida de la victoria insurreccional
obrera sobre el ejército, y en Cataluña esos comités, en la fábrica o
localmente, ejercían todo el poder.
Se abría en la ciudad una situación revolucionaria, con
esperanzadoras posibilidades, que la guerra antifascista diluyó rápidamente,
con la reconstrucción del poder estatal en el seno de una tormenta
contrarrevolucionaria. Luego, tras una terrible guerra de exterminio, hambre y
bombardeos masivos, Barcelona vivió cuarenta años de “paz”, terror y fascismo,
que pusieron en práctica una masacre física, organizativa y política del
movimiento obrero, que quedó impune.
Hoy, en el número 69 de la avenida del Paralelo, encontramos
un anodino bazar o supermercado en el que nada indica qué hubo allí en los años
veinte y treinta: un bar llamado La Tranquilidad, frecuentado por
sindicalistas y anarquistas. Nada recuerda que allí mismo los obreros
barceloneses, organizados en la CNT, derrotaron al ejército faccioso y al
fascismo.
La ausencia de una sencilla y barata placa certifica que
Franco lo dejó todo bien atado. La omisión de cualquier homenaje o
conmemoración, en la Brecha de San Pablo, a la hermosísima victoria del
proletariado barcelonés sobre el ejército sublevado, atestigua la amnesia
pactada durante la Transición entre franquistas y antifranquistas, y la
interesada manipulación que los garantes del orden capitalista, de izquierda o
de derecha, hacen de la historia del movimiento obrero.
Pero cuando pases frente a El Molino, recuérdalo y
recuérdaselo a otros: ahí, en ese lugar, el 19 de julio de 1936 el pueblo de
Barcelona derrotó al ejército y al fascismo. Ésa es la mejor placa y el mejor
homenaje a nuestros abuelos. Y quizás el único que nos van a tolerar. Mejor
la memoria de la guerra de clases, que una placa de metal oxidada.
Agustín Guillamón
Publicado en Catalunya núm.
174 (julio-agosto 2015)
Catalunya es el órgano en catalán de la CGT
La Tranquilidad en
1934
Publicado por Agustín Guillamón:
Nacido en Barcelona, el 19 de enero de 1950. Licenciado en
Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona y desde 1993 editor de
la revista Balance, Cuadernos de Historia del Movimiento Obrero y
revolucionario de carácter y vocación internacionalista, con especial interés
en recuperar a “los malditos” de la Guerra civil española. Siempre con el
objetivo de arrebatar la historia a la incultura del olvido, la falsificación
política o el academicismo universitario, porque sin una teorización de las
experiencias históricas del proletariado no existiría teoría revolucionaria.
Ser Histórico
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