Ayer
Sólo nos interesa la crítica de la democracia desde el punto de vista de su
superación en la práctica de unas nuevas relaciones sociales de producción, que
la despojen de su actual naturaleza de clase. Crítica de la democracia y
crítica del totalitarismo son al mismo tiempo crítica de dos formas distintas
pero complementarias de gobierno del capitalismo.
Se trata de vislumbrar las formas y el contenido de la auto-organización
propias de un mundo sin clases, sin ejército ni policías ni fronteras, sin
salariado ni capital, sin Estado. La democracia representativa es una
forma alienada de la libertad humana.
Cuando hablamos de libertad, hablamos de la libertad de los esclavos
asalariados, de la libertad de aquellos que no tenemos poder de decisión sobre
las leyes, decretos o acuerdos que afectan a nuestra vida cotidiana y al futuro
de nuestros hijos y nietos. Cuando hablamos de libertad hablamos de suprimir
cualquier separación entre dirigentes y dirigidos, entre representantes y
representados. Hablamos de la libertad de los excluidos y marginados del
sistema. Hablamos de la libertad y del poder de decisión de la inmensa mayoría,
actualmente ninguneada por las periódicas elecciones de unos representantes que
no nos representan.
Libertad y democracia son opuestas y
contradictorias, porque la libertad es incompatible con
la existencia del Estado. En el polo opuesto, el fascismo se opone a la
democracia porque considera que ésta es incapaz de una defensa eficaz del
Estado.
Los fundamentos de la democracia burguesa son la desigualdad económica y la
explotación del trabajo asalariado. Si la emancipación de los trabajadores de
la explotación capitalista ha de ser obra de los propios trabajadores, si los
trabajadores han de emanciparse por sus propios medios, si nadie nos representa
ni puede representarnos porque el sistema los convierte en defensores del
sistema capitalista y de su lógica electoralista, ha llegado la hora de ejercer
la democracia directa desde el poder de decisión sobre todo
aquello que afecta a nuestras vidas y al futuro de nuestros hijos y nietos.
La revolución social consiste en crear nuevas relaciones sociales no mercantiles,
de carácter cooperativo, solidario y fraternal. Ha de suprimir las divisiones
empresariales, el dinero como mediador universal y el trabajo como actividad
separada de la vida cotidiana. Es una tarea inmensa, pero también es un
programa irrenunciable, porque es la única vía a un mundo humano y sostenible.
El parlamentarismo es el pacto y la negociación permanente que establecen
entre sí los distintos partidos del capital para encontrar la gestión más
adecuada y rentable del capitalismo, que unas veces puede ser la democrática,
otras la fascista y, cada vez con mayor frecuencia, una sabia combinación de
ambas. Una organización revolucionaria de la clase explotada no puede ser
parlamentaria, y en cuanto se hace parlamentaria deja de defender los intereses
de la clase explotada. Ahí están Podemos y la CUP, si es que en alguna ocasión
fueron realmente subversivos y antisistema, que sería mucho decir.
Las elecciones democráticas disfrazan la brutal y permanente
violencia política, social y económica de la burguesía contra el proletariado con
una papeleta de voto, a la que se atribuyen poderes mágicos y que esconde la
ilusión de poder cambiar “algo” por medios parlamentarios. El Estado aparece
como un árbitro neutral, pero es sólo un disfraz fetichista que, en momentos de
crisis, no puede ocultar que su papel no es, ni puede ser otro, que el de
garante del sistema capitalista en contra de las revueltas y rebeliones del
proletariado.
La ideología demócrata impone la ilusión de que la democracia es el
conjunto de métodos, representatividad y derecho que aseguran y reglamentan la
vida social de los ciudadanos libres. La representación parlamentaria
se asienta sobre la ficción de que se abandona la violencia, que el
Estado es un árbitro justo e imparcial y de que todos los ciudadanos son
iguales ante la ley.
Los discursos sobre la democracia y los derechos humanos aparecen como
inapelables y destierran, en teoría, la violencia de las relaciones sociales,
excepto cuando atañe a los intereses económicos, impuestos tiránicamente por el
FMI o el Banco Mundial a pueblos y ciudadanos indefensos, con durísimas medidas
que afectan a su vida cotidiana y al futuro de las próximas generaciones.
La democracia burguesa se fundamenta en la existencia de individuos
aislados, insolidarios y separados entre sí, en los que la libertad de cada
persona es delimitada por la libertad de otro individuo.
La libertad sólo puede expresarse desde la Comunidad humana, en el seno de
una sociedad comunista, solidaria e igualitaria que, a día de hoy, jamás ha
visto la luz en el planeta.
El comunismo presupone la destrucción del Estado, del dinero y de las
empresas, esto es, de la separación entre productor y producción. La Comunidad
humana no es democrática ni totalitaria; está más allá de la política. Se
fundamenta en la desaparición de ese individuo egoísta, aislado e insolidario,
propio de la sociedad burguesa y del capitalismo. Da paso al espécimen humano
solidario, insertado en una colectividad, que coopera con los demás seres
humanos y desea proteger a las generaciones futuras, sin más ambición ni
perspectiva que el de conservar los recursos naturales y mejorar el porvenir de
la especie, hoy amenazada de extinción.
Libertad y poder van íntimamente unidos. No hay libertad sin poder. Libertad
es siempre el poder de decidir sobre todas aquellas cuestiones que afectan a
nuestra vida cotidiana y al futuro de nuestros hijos y nietos. Libertad es
siempre el poder de hacer cosas, sin limitaciones por parte de organismos
ajenos a la Comunidad humana, sin sumisiones a fetiches de ningún tipo, ya sean
el Estado, la patria, el líder o la Sagrada Economía.
Libertad es el poder colectivo de acordar las prioridades y la satisfacción
de las necesidades por parte de la Comunidad humana, fruto de la propensión de
los humanos a asociarse y a transformarse en esa asociación.
Que las relaciones entre individuos en la sociedad capitalista otorgan el
poder a determinados líderes para representarnos a todos y decidir sobre todo,
en lugar de la mayoría. Esa representatividad eterna, esa delegación del poder
de decidir se fija en formas permanentes de representación: las instituciones
estatales. La existencia de ese poder institucionalizado es incompatible con la
libertad. Estado y libertad son incompatibles. Individuo y libertad
son polos opuestos, porque la individualidad egoísta es propia de la sociedad
capitalista y de su separación de los individuos respecto a la Comunidad
humana. La libertad sólo es posible en el seno de la comunidad, como partícipe
de una colectividad en una sociedad comunista, como miembro de la especie
humana.
La abolición del Estado supone oponerse a una sociedad en la que los
diversos poderes están institucionalizados, centralizados y jerarquizados con
el único objetivo de perpetuar la división de la sociedad en clases. Poder y
libertad son inseparables. La libertad es el poder de actuar sobre la
realidad y las condiciones de nuestra existencia para transformarla. La
libertad no es una bella idea abstracta y luminosa, pero inoperante, sino una
lucha constante, una organización eficiente y una conquista histórica. Un
esclavo sólo puede ser libre cuando lucha por su libertad y en ese mismo
combate, aunque perezca en la lucha.
La libertad es una idea que nace con la emancipación práctica del individuo
en el seno de sociedades esclavizadas y autoritarias, que sólo alcanzará su
objetivo y realización final en una sociedad sin clases y sin Estado en la que
los individuos dejen de estar separados y enfrentados porque forman parte de la
Comunidad humana en el seno de una sociedad comunista y solidaria.
La democracia es el terreno privilegiado
de la contrarrevolución, donde los intereses divergentes
de la sociedad capitalista se reconocen en su oposición, a condición de
plegarse siempre al llamado “interés general”, esto es, al respeto al Estado
como árbitro “neutral”. En sus comienzos la democracia sólo fue política y el
Estado democrático aparecía como defensor de la comunidad de seres humanos
creada por el sufragio universal. Su separación de la vida social era patente.
El patrón se limitaba a comprar la fuerza de trabajo al menor coste posible, o
a aumentar la jornada laboral sin incrementar los salarios. La principal
intervención del Estado era la represión obrera.
Más tarde apareció el Estado del bienestar, y en tiempos de Bismarck el
Estado ya aparecía como regulador e intermediario que aseguraba salarios,
seguridad social, horarios de trabajo, así como una fuerte presencia de la
socialdemocracia en el Parlamento que aseguraba la posibilidad de importantes reformas
y la integración del movimiento obrero en la sociedad y el Estado alemán. El
llamado Estado del bienestar alcanzó su cénit en Estados Unidos, Europa y Japón
en los treinta años que siguieron al final de la Segunda guerra mundial.
Capitalismo y democracia aparecían como el mejor de los mundos posibles en toda
la historia de la humanidad: una sociedad imperfecta pero mejorable.
Tras la crisis de 2007, y la consiguiente depresión, el Estado del
bienestar ha quebrado en todas partes y, hoy, los individuos están sometidos a
influencias impersonales y deshumanizadas, que obedecen ciegamente a la lógica
abstracta, incomprensible e irracional de la Sagrada Economía. Jamás los
individuos se habían enfrentado a una dominación tan impersonal, omnipresente,
ajena y extraña, tan intangible como la actual.
En otros tiempos se podía soñar con matar al tirano, e incluso a veces las
grandes revoluciones lo hacían, como sucedió con Luis XVI. Hoy es una tontería
creer que cambiaría algo derrocando o juzgando al tirano tal o cual, o a tal o
cual líder. Sería un gesto tan inútil como votar a su favor o en su
contra. Cuanto más impotente es el “ciudadano” para cambiar su vida
cotidiana, más debe escenificarse la infinita conquista de derechos ficticios
en el teatral escenario de las elecciones democráticas. Goza de especial
relieve mediático y propagandístico la puesta en escena del derecho a designar
a nuestros representantes, que en Francia serían los de la comuna, el
departamento, la región, el Estado o las instituciones europeas. Representantes
que, de hecho, no representan nada ni a nadie, como no sea los intereses de los
grandes grupos de presión (lobbies) o del interés general del capital
financiero internacional.
Quienes votan han de mirar para otro lado y renegar del subversivo método
deductivo de Sherlock Holmes. Cuando se acumulan y multiplican las
oportunísimas casualidades, reiteradas y habituales, de accidentes mortales,
suicidios, ataques al corazón, atropellos, muertes súbitas, caídas al vacío y,
en suma, convenientes, repetidísimas y acertadas desapariciones, precisamente
de aquellas personas que pueden incriminar, perjudicar o perturbar a los
todopoderosos… es mejor, por pura acomodación a la realidad imperante, no
señalar con el índice y la palabra la evidencia del plan operativo de un grupo
de élite, con carta blanca, licencia para matar y acceso ilimitado a los fondos
estatales para reptiles. Y nada puede hacerse, porque sospechas y casualidades
no prueban nada, ni llevan a ningún puerto. Prohibido pensar, permitido votar.
Y, por eso, el común de la población sigue nombrando a sus representantes
en periódicas elecciones, incluso ilusionada cuando aparecen nuevas caras, ya
que por lo menos se nos garantiza que no vivimos bajo una dictadura
totalitaria, donde el horror es permanente y se practica la tortura en los
sótanos de los ministerios. Mejor la democracia que un terror policial y
estatal demasiado evidente. Y es así como el terror domina incluso en
territorios donde no se practica la tortura y en el pensamiento de individuos
no amenazados: ¡si no votas, favoreces al fascismo! ¡vota corruptos, vota
recortes, vota precariedad, vota miseria! ¡Que, si no votas, viene el lobo
fascista!
En todos los países surgen democráticas leyes mordaza que reducen a la nada
derechos y libertades de expresión, de asociación, de manifestación, de
sindicación y huelga… que protegen el derecho de nuestros representantes a
representarnos y anularnos política y socialmente. Es un totalitarismo de
apariencia y formas democráticas.
Conclusiones
Hace 80 años, democracia
y fascismo eran dos formas distintas de gobierno a disposición del Estado
capitalista; hoy, se han fusionado en un mismo método
totalitario, formalmente democrático, con unas votaciones que no deciden
nada, pero esencial y profundamente fascista, con unas omnipotentes
cloacas al servicio del Estado y unos medios de comunicación y propaganda
sumisos al poder real y absoluto del capital financiero y de los gestores de
las multinacionales. Todo al servicio de la Sagrada Economía. Ya no
es posible creer que una papeleta en una urna pueda cambiar o suavizar el
totalitarismo democrático que nos tiraniza. Votar es yugo, derrota y sumisión.
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