Esa indiferencia alcanzó el cinismo más escandaloso en la Alemania de la posguerra, cuando nadie se escandalizó por la presencia de antiguos criminales nazis en la Administración de Adenauer. A mediados de los años sesenta aún era frecuente en las zonas rurales que los vecinos se saludaran con un cordial «Heil Hitler!». En 1968, Beate Klarsfeld, famosa cazadora de nazis, abofeteó en público a Kurt Georg Kiesinger, líder de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y canciller de la República Federal Alemana. Kiesinger había militado en el NSDAP desde 1933 hasta 1945, ocupando cargos de relativa importancia en el ministerio de Asuntos Exteriores. Al finalizar la guerra, pasó dieciocho meses en un campo de prisioneros, sin que eso afectara a su posterior carrera política. Beate Klarsfeld fue condenada a un año de prisión, pero no llegó a ingresar en la cárcel. Durante el resto de su vida, Kiesinger se negó a hablar del incidente. Su caso demuestra que el nazismo siempre disfrutó de amplias simpatías en la sociedad alemana. El fiscal Hausner señaló en el proceso contra Eichmann que los arquitectos del genocidio no eran vulgares hampones, sino abogados, profesores, médicos, banqueros, economistas. El responsable último no era el Gobierno nazi, sino varios siglos de odio institucional y popular a los judíos: «En este histórico juicio, no es un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el régimen nazi, sino el antisemitismo secular».
La defensa de Eichmann se basó en la obediencia debida, particularmente estricta en un régimen totalitario, pero en los papeles que el acusado escribió durante su cautiverio en Israel se definió como Gottgläubiger, el término empleado por los nazis que repudiaban el mensaje cristiano y no creían en la vida después de la muerte. Adscrito a esa visión mística, Eichmann describió su nacimiento como un acontecimiento que brota del «más alto Portador de Significado». Esa grandilocuencia choca con su mediocre trayectoria. Ni siquiera consiguió finalizar el instituto, pero más tarde se atribuiría el título de ingeniero aeronáutico. Su suerte cambió en 1932, tras conocer a Ernst Kaltenbrunner, que lo animó a afiliarse al Partido. Eichmann, un hombre gris y de escasa iniciativa, descubrirá enseguida las ventajas de la «obediencia debida», que exime de pensar, juzgar y rectificar. La derrota de Alemania significaría una catástrofe para su temperamento gregario: «Comprendí que tendría que vivir una difícil vida individualista, sin un jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, órdenes ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una vida desconocida que nunca había llevado». Desde las primeras vistas, Hannah Arendt advierte su vacío interior y su impotencia para obrar como un individuo: «Cuanto más se lo escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros y, por ende, contra la realidad como tal».
Durante el juicio, se hace evidente que Eichmann carece de la empatía más elemental. Llama la atención su «incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor». Siente lástima de sí mismo y no entiende que los otros no simpaticen con su desdicha personal. Se considera un hombre decente y con un acusado sentido de la ética. Cuando uno de los funcionarios de la prisión le entrega un ejemplar deLolita, la famosa novela de Vladímir Nabokov, lo devuelve escandalizado: «Es un libro malsano por completo». Escribe Arendt: «A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquier podía darse cuenta de que aquel hombre no era un “monstruo”, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso». Asegura que no es antisemita y manifiesta que simpatiza con los sionistas, pero ese argumento no sirve de descargo. Es sabido que los nazis consideraban a los sionistas los únicos judíos decentes, pues eran «los únicos que pensaban en términos nacionales». Eichmann perora, pero no convence a nadie. Sólo es un arribista que falsea su biografía y se justifica con lugares comunes. Durante los interrogatorios, cita el imperativo categórico, afirmando que nunca se ha desviado de su mandato. Los policías se limitan a recoger sus palabras. El juez le invita a explicarse, no sabemos si movido por la curiosidad o la indignación. Eichmann formula aceptablemente la versión más conocida del imperativo de Kant: «Quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir en el principio de las leyes generales». La inanidad intelectual del burócrata nazi nunca resultó tan incontestable. No deformaba la ética kantiana. Simplemente no la comprendía. ¿O acaso pretendía convertir en ley general el robo, la deportación, la tortura y el asesinato? Está claro que ignoraba otra formulación del imperativo categórico, alumbrada por Kant para clarificar su sentido: «Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca como un medio». El exterminio de pueblos y razas es la negación más obscena del humanismo kantiano. Además, los nazis se jactaban de acatar la voluntad del Führer, no la de su conciencia. Hans Frank, gobernador general de la Polonia ocupada por los nazis, ideó el grotesco «imperativo categórico del Tercer Reich»: «Compórtate de tal manera que, si el Führer te viera, aprobara tus actos». Nada puede estar más alejado del ideal de autonomía elaborado por Kant, según el cual cada individuo debe actuar como si fuera un legislador universal. Incluso cuando obedece, debe sentir que su voluntad se concierta con la fuente de la norma, que es la razón práctica y no el capricho arbitrario del gobernante. «¡Atrévete a pensar!», exhorta Kant. Por el contrario, Eichmann invoca la obediencia, subrayando que si hubiera vivido en una sociedad democrática, habría cumplido sus normas con la misma meticulosidad.
Hannah Arendt escribió sus artículos con una feroz independencia, sin maquillar hechos ni contemporizar. No ocultó la responsabilidad de los Consejos Judíos o Judenrat. Mordechai Chaim Rumkowski, hombre de negocios, militante sionista y director de un orfanato, fue la máxima autoridad del gueto de ?ód? (Polonia). Su despotismo resultó tan trágico como ridículo: acuñó moneda y sellos con su efigie, usurpó la función de los rabinos celebrando enlaces matrimoniales, solía desplazarse en una carroza escoltada por la policía judía, lo cual hizo que muchos le llamaran rey Chaim I. En 1941 colaboró en las primeras deportaciones masivas al campo de exterminio de Chelmno. Aunque intentó negociar una rebaja en el número de deportados, las autoridades nazis no cedieron ni un ápice. Se envió a la muerte a cincuenta y cinco mil judíos, seleccionados por la administración de Rumkowski. En 1942, el Judenrat recibió la orden de deportar a todos los niños menores de diez años, los ancianos y los enfermos. Rumkowski se dirigió a los habitantes del gueto con un ampuloso discurso. «Dadme a vuestros hijos», exclamó, justificando el horrible sacrificio para salvar la vida de las personas «útiles». Entre junio y julio de 1944, Rumkowski organizó la deportación de otros siete mil judíos, sin sospechar que en agosto se suprimiría el Judenrat y se enviaría a todos los judíos del gueto a Auschwitz. Rumkowski y su familia murieron el 28 de agosto en las cámaras de gas de Birkenau. El doctor Kastner aplicó el mismo criterio en Hungría. Salvó a 1.684 judíos, enviando a la muerte a cuatrocientos setenta y seis mil. No quiso guiarse por el azar, sino por «principios verdaderamente santos». Pensó que debían librarse de la muerte los que habían trabajado por la comunidad. Es decir, los funcionarios y los «judíos prominentes». Escribe Hannah Arendt, desde la perspectiva de 1961: «Actualmente, en Alemania, esta idea de los judíos “prominentes” todavía no ha sido olvidada. […] No son pocos, especialmente en las minorías cultas, quienes todavía lamentan públicamente que Alemania expulsara a Einstein, sin darse cuenta de que constituyó un crimen mucho más grave dar muerte al insignificante vecino de la casa de enfrente, a un Hans Cohn cualquiera, pese a no ser un genio».
Hannah Arendt destacó que no todos los países ocupados por el Reich alemán colaboraron en la deportación de los judíos: «Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que Dinamarca, resultaron ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que estaban en la esfera de la influencia alemana, solamente Dinamarca se atrevió a hablar claramente del asunto a sus amos alemanes». Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes, explotando el ingenio para salvar a sus compatriotas judíos. Los daneses se opusieron frontalmente. Cuando los alemanes les propusieron que se identificara a los judíos con estrellas amarillas, contestaron que el rey sería el primero en llevarla y que incumplirían cualquier medida discriminatoria. Cuando los nazis impusieron la ley marcial, las tropas destinadas a Dinamarca habían cambiado profundamente desde hacía mucho tiempo y se negaron a participar en las deportaciones. Himmler envió desde Alemania unidades especiales de policía para detener a las familias judías en sus domicilios. El gobierno danés ordenó a su policía que impidiera los arrestos, utilizando la fuerza si era necesario. Los alemanes, que no habían encontrado oposición en otros países, al final se limitaron a prender a los judíos que abrieron voluntariamente la puerta de su casa. La redada se saldó con 447 detenciones. Mientras tanto, la Resistencia danesa evacuó a Suecia a ocho mil judíos daneses, logrando que el Gobierno aceptara su presencia mediante un comunicado oficial. Observa Hannah Arendt: «Difícil resulta vencer la tentación de recomendar que esta historia sea de obligada enseñanza a todos los estudiantes de ciencias políticas para que conozcan un poco el formidable poder propio de la acción no violenta y de la resistencia, ante un contrincante que tiene medios de violencia ampliamente superiores».
Hannah Arendt también cita la historia de Anton Schmid, soldado alemán de origen austríaco. Electricista de profesión, y con una pequeña tienda de radios en Viena, fue enviado a Vilna (Lituania) después del Anschluss. Ascendido a comandante de la Wehrmacht, pudo contemplar cómo se hacinaba a los judíos en guetos y se asesinaba a centenares de ellos cerca de Ponary, donde los nazis cometieron una horrible masacre. La escena de unos niños apaleados hasta la muerte hizo que Anton Schmid empezara a facilitar documentación falsa a las familias judías para que huyeran de Vilna. Sus gestiones salvaron doscientas cincuenta vidas de hombres, mujeres y niños. Descubierto por sus superiores, fue fusilado y no se informó a su esposa Steffi de la ejecución, quizá con la intención de agravar su dolor, pues una desaparición siempre es más mortificante que una muerte. «La lección de esta historia es sencilla –apunta Hannah Arendt– y al alcance de todos. Desde un punto de vista político, nos dice que en circunstancias de terror, la mayoría de la gente se doblegará, pero algunos no se doblegarán, del mismo modo que la lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que “pudo ponerse en práctica” en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes como la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos».
Martin Buber condenó la ejecución de Eichmann, argumentando que la muerte del criminal nazi actuaba como una esclusa de la culpabilidad colectiva del pueblo alemán. Karl Jaspers lamentó que el juicio no se hubiera celebrado ante un tribunal internacional, una reflexión compartida por Hannah Arendt, pues entendía que el genocidio perpetrado por el Reich alemán era «un ataque contra la diversidad humana» y «la monstruosidad de los hechos ocurridos queda “minimizada” ante un tribunal que únicamente representa a un Estado». Sólo un tribunal penal internacional habría podido tipificar el genocidio como «un delito específico» deslindado del asesinato común, sentando las bases de una relación ética entre los Estados, donde el uso arbitrario de la fuerza se juzgara como una perversión del poder político. El genocidio es el signo de identidad del totalitarismo y su persecución debe ser competencia de cualquier tribunal democrático. Nace de la percepción de ciertos grupos humanos como indeseables o superfluos. En la era nuclear, el exterminio deja de ser un procedimiento lento y penoso. Es suficiente lanzar una bomba para destruir miles de vidas humanas. Arendt estima que «si en la actualidad el genocidio es una posibilidad de futura realización, ningún pueblo del mundo –y en especial el pueblo judío, tanto si es el de Israel como si no– puede tener una razonable certeza de supervivencia, sin contar con la ayuda y protección del derecho internacional». Lo más sobrecogedor del caso Eichmann es que el burócrata nazi «no era un Yago ni un Macbeth» y, menos aún, un «Ricardo III». Según Arendt, tampoco era un estúpido, sino «pura y simple irreflexión». Hubo «muchos hombres como él». No «fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente […] que, en realidad, merece la calificación de hostis generis humani, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad».
Martin Buber condenó la ejecución de Eichmann, argumentando que la muerte del criminal nazi actuaba como una esclusa de la culpabilidad colectiva del pueblo alemán. Karl Jaspers lamentó que el juicio no se hubiera celebrado ante un tribunal internacional, una reflexión compartida por Hannah Arendt, pues entendía que el genocidio perpetrado por el Reich alemán era «un ataque contra la diversidad humana» y «la monstruosidad de los hechos ocurridos queda “minimizada” ante un tribunal que únicamente representa a un Estado». Sólo un tribunal penal internacional habría podido tipificar el genocidio como «un delito específico» deslindado del asesinato común, sentando las bases de una relación ética entre los Estados, donde el uso arbitrario de la fuerza se juzgara como una perversión del poder político. El genocidio es el signo de identidad del totalitarismo y su persecución debe ser competencia de cualquier tribunal democrático. Nace de la percepción de ciertos grupos humanos como indeseables o superfluos. En la era nuclear, el exterminio deja de ser un procedimiento lento y penoso. Es suficiente lanzar una bomba para destruir miles de vidas humanas. Arendt estima que «si en la actualidad el genocidio es una posibilidad de futura realización, ningún pueblo del mundo –y en especial el pueblo judío, tanto si es el de Israel como si no– puede tener una razonable certeza de supervivencia, sin contar con la ayuda y protección del derecho internacional». Lo más sobrecogedor del caso Eichmann es que el burócrata nazi «no era un Yago ni un Macbeth» y, menos aún, un «Ricardo III». Según Arendt, tampoco era un estúpido, sino «pura y simple irreflexión». Hubo «muchos hombres como él». No «fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente […] que, en realidad, merece la calificación de hostis generis humani, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad».
Hannah Arendt nos cuenta que Eichmann se dirigió al patíbulo con entereza. Después de beber media botella de vino y rechazar la asistencia de un pastor protestante, rechazó la capucha negra que le ofreció el verdugo. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Austria! ¡Viva Argentina! Nunca las olvidaré». Arendt considera que Eichmann se despidió del mundo con una sarta de majaderías: «Incluso ante la muerte, encontró el cliché propio de la oración fúnebre. […] Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se siente impotentes». Arendt justifica la pena de muerte dictada contra Eichmann: «Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar en el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Ésta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado». ¿Se puede considerar que el genocidio es un delito infrecuente, que las cámaras de gas pertenecen a un pasado irrepetible? Desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, las matanzas no han cesado: Vietnam, Camboya, Indonesia, Guatemala, Chile, Argentina, Ruanda, Bosnia-Herzegovina… Podrían citarse más casos, pero es innecesario. Sin embargo, el totalitarismo como fenómeno político no es una masacre más. Se caracteriza por un rango distintivo: «el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales». Después de liquidar a los enfermos incurables, Hitler pensaba eliminar a los alemanes «genéticamente lesionados», con enfermedades pulmonares o cardíacas. En la «cultura del descarte», por utilizar una expresión del papa Francisco, podría considerarse una medida de higiene pública suprimir las vidas de los individuos improductivos o con escasas expectativas de éxito. Sólo hace falta una idea, un absoluto moral o político, para poner en funcionamiento las fábricas de la muerte. Puede ser la excelencia económica, biológica o social. O la materialización de una utopía con apariencia de justicia o equidad. O la creación de un nuevo orden mundial. El totalitarismo empieza donde acaba el individuo. Nunca se disipará su amenaza. La banalidad del mal reside en considerar que hay vidas banales, prescindibles. Conviene releer de vez en cuando a Hannah Arendt para recordar que cualquier vida debe ser objeto de respeto y reconocimiento. Los que se atreven a cuestionarlo, rescatarán antes o después la rampa de Auschwitz.
RAFAEL NARBONA
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