Tres días después, los 117 empleados de la sección acudieron a su puesto de trabajo pero “rompiendo la pluma y tirando los tinteros”, en palabras de Manel Aisa, se negaron a trabajar hasta que volvieran sus compañeros. Acudieron al gobernador, que les prometió mediación. Sin embargo, al volver a la empresa la policía no les permitió el paso. Resultado: todos a la calle.
Los comités de la CNT asumieron la dirección del conflicto. El 7 de febrero, el seguimiento total en la empresa ya había supuesto 2.000 despidos. Coordinada por un comité, la huelga se extendió a los encargados de la lectura de contadores, dejando a La Canadiense sin ingresos. Solo un cobrador siguió trabajando, y fue tiroteado con resultado de muerte. Sus ejecutores nunca fueron descubiertos pese a la jugosa recompensa ofrecida por la compañía. También se formaron cajas de resistencia que recaudaron 50.000 pesetas de la época en una semana, para sostener a las familias.
El director general, Fraser Lawton, seguía sin negociar. El sector eléctrico paró en bloque. El suministro cesó el día 21, y el 23 no había energía eléctrica. Barcelona se sumió en “momentos de inquietud y oscuridad”, según recordaba el sindicalista Juan García Oliver en sus memorias, El eco de los pasos. El Gobierno militarizó las empresas, pero no se consiguió restablecer el servicio. El 26 de febrero se sumaron a la huelga las empresas de luz y agua.
El 5 de marzo se movilizó forzosamente a los trabajadores de la industria eléctrica y, ante su negativa a obedecer, el castillo de Montjuich pasó a albergar 3.000 prisioneros.
La capacidad de reacción del bando patronal, con las fuerzas del orden como ariete, se daba una y otra vez contra el muro de la agilidad y disciplina sindical, pese a que los comités de huelga iban siendo detenidos uno tras otro, con el único resultado de dar paso a los sustitutos. Los bandos oficiales no aparecían en los periódicos porque el sindicato sectorial aplicaba la “censura roja”: el contenido contrario a la huelga no era publicado. Por ejemplo, el bando de movilización de los trabajadores eléctricos solo apareció en el Diario de Barcelona que, en consecuencia, tuvo que pagar la multa impuesta por los sindicalistas.
Otra muestra de la amplia movilidad de los huelguistas, en este caso de las labores de inteligencia sindical, lo da García Oliver, quien en ese momento trabajaba en un hotel-restaurante y narró lo que le ocurrió el primer día que tuvo que llevar comida a dos ingenieros de la Armada, huéspedes de su hotel:
“Salí por la puerta de Pueblo Seco. Frente a la fábrica se hallaba estacionado un carro con toldo, tirado por un caballo. Al cruzar la calle salieron dos tipos, que parecían obreros, de un zaguán. Me abordaron.
—¿Sales de la eléctrica, eh? Pues monta al carro.
Otro que estaba dentro me tendió la mano y me ayudó a trepar.
—¿Para quién era la comida de las dos fiambreras?
—Para dos oficiales de la Armada— contesté.
—¿Eres de los nuestros?
—Todavía no, pero no creo que tarde mucho.
—Llevarles la comida a los oficiales es ayudar a los rompehuelgas, ¿no? ¿Quiénes trabajan dentro? ¿Solamente marinos o también hay esquiroles?
—No he visto ningún obrero civil. Todos son marinos.
—Bien, ahora vete. Pero no vuelvas a traerles comida de la fonda. ¡Que se chupen un dedo!”
En una situación insostenible, finalmente el Gobierno convenció a la empresa de que cediera. La Canadiense aceptó las reivindicaciones. Por su parte, el Gobierno del Conde de Romanones, de corta duración, levantó el estado de guerra, liberó a los presos y se comprometió a instaurar las ocho horas para todos los oficios. En la plaza de toros barcelonesa de Las Arenas una asamblea de más de 20.000 personas, encabezada por el dirigente de la CNT Salvador Seguí, aceptó el acuerdo (los conflictos volverían poco después, al no ser liberados todos los encarcelados).
El 3 de abril de 1919 se leía en el Boletín oficial del Consejo de Ministros: “La jornada máxima legal será de ocho horas al día o cuarenta y ocho semanales en todos los trabajos a partir del 1 de octubre”. España se convertía en uno de los pocos Estados que en ese momento daba reconocimiento legal a la legendaria reivindicación de los trabajadores y trabajadoras de todo el mundo.
EDUARDO PÉREZ / EL SALTO
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