jueves, 20 de febrero de 2014

El “atentado” antimilitarista de Koldo Sarasua

Joan Mari Irigoien ha publicado hace unos meses un encantador libro (Arma, tiro, bammm) que pone sobre la mesa algunos de los debates y denuncias que desde el antimilitarismo llevamos años intentando impulsar (la realidad de las fábricas de armamento, los apoyos que reciben, las consecuencias de la producción de ese ‘negocio’ sobre las poblaciones que lo padecen...) y, gracias a esa contribución, el debate social pretendido seguro que avanzará. Pero el libro de Joan Mari Irigoien no se limita a ello, sino que aborda otras interesantísimas cuestiones de enjundia, y como antimilitaristas creemos interesante profundizar y debatir públicamente sobre alguna de ellas, especialmente la que hace referencia al uso de la violencia que el protagonista antimilitarista del libro (Koldo Sarasua) asume para acabar con una fábrica de bombas altamente asesinas. El debate está servido, no sólo porque la opinión entre antimilitaristas sabemos que será dispar, sino porque la cuestión del uso de cualquier violencia en las luchas de transformación social parece hoy en día un auténtico tabú en nuestras sociedades.

Con la lectura del libro de Irigoien se entiende bien el contexto de la decisión de Koldo Sarasua, pues la situación que se le presenta al personaje (él no la busca, y la asume a nivel personal, desvinculando de ella a su grupo antimilitarista) cuenta con particularidades muy concretas. Resumiéndola mucho consiste en que tres personas (con perfiles y motivaciones políticas, culturales, éticas, sentimentales y personales muy distintas) se ponen de acuerdo para eliminar de la forma menos letal posible una fábrica vasca de explosivos, utilizando para ello las propias bombas que se almacenan en la fábrica. A lo que hay que añadir dos cuestiones importantes: diseñan la acción para intentar minimizar (en la medida de lo posible evitar) las consecuencias sobre las personas; asumen al mismo tiempo su propia muerte, necesaria para la realización de la acción tal como la planean.

Como resultado de la acción, muere un vigilante jurado, hay más de doscientos heridos (tres graves) por efecto de la onda expansiva que genera la gran explosión de la fábrica (que causa daños materiales en varios kilómetros a la redonda) y fallecen igualmente los tres activistas. Pues bien, aun teniendo en cuenta todo lo anterior, tenemos que decir que, de haber estado en la situación de Koldo Sarasua (el antimilitarista que toma parte en la acción), nosotras también lo hubiéramos hecho.

Es imposible abordar en estas líneas con la profundidad necesaria todos los elementos que nos llevan a la anterior afirmación pero, para iniciar el debate que proponemos (y creemos necesario dada la hipocresía social en estas cuestiones) vamos a señalar mínimamente algunos de ellos. Para empezar, aclarar que nuestra convicción antimilitarista no está ligada al pacifismo o la no violencia, que renuncia por principio al uso de la violencia en cualquiera de sus formas. A nosotras, aun reconociendo que es un tipo de estrategia poco edificante y constructivo, hay formas de violencia y contextos concretos en que nos parece legítimo su uso. El que hace Koldo Sarasua es uno de ellos. En cualquier caso, no seremos nosotras quienes (formando parte del mundo occidental capitalista que ha basado su opulencia en la invasión, expolio y condena a la miseria de buena parte del planeta) les pretendamos dar lecciones de moral ni les neguemos a las personas y poblaciones oprimidas su derecho a elegir el tipo de estrategia a utilizar contra quienes les oprimen y arrebatan el futuro, más aún cuando en muchas ocasiones no tienen posibilidad de elegir libremente desde las convicciones o coherencias ideológicas o éticas.

Pero, en el caso concreto de la acción de Koldo, hay otras cuestiones a tener en cuenta. Coincidimos con Irigoien cuando al final del libro señala que en los días posteriores a la acción el debate mediático se centraría en la demonización de los autores y la denuncia sobre el carácter «terrorista» de su acción, que habría causado muerte y destrucción a personas inocentes. Ello no es más que una demostración de hipocresía infinita, pues a ninguno de esos medios se le ocurriría poner en el otro lado de la balanza cuántas muertes habrían causado las bombas destruidas en la acción de Koldo y cuántos «daños colaterales» (muertes y destrucciones) habrían provocado las ondas expansivas de esos explosivos usados por aquellos a quienes cuando matan y asesinan no se les considera terroristas, sino héroes a los que condecorar. Pues bien, si ponemos en ese otro lado de la balanza todo lo que la acción de Koldo evita, nuestra reflexión es clara: ha merecido la pena.

Con ello no pretendemos decir que esa sería la estrategia más adecuada para desde el antimilitarismo hacer frente a la industria de armamentos, pero sí que desde nuestra percepción antimilitarista, lejos de condenar la acción de Koldo y demonizar a sus autores, comprendemos y compartimos gran parte de sus razonamientos y, en el contexto en el que es tomada, consideramos acertada su decisión.

El debate sobre la(s) violencia(s), precisamente en unas sociedades cada vez más violentas, intenta excluirse (incluso ilegalizarse) de la esfera pública, reduciéndose tan solo a la condena de la violencia utilizada por aquellos que previamente han sido designados como enemigos de los poderes establecidos. Pero la violencia tiene muchas otras caras: la violencia estructural —institucional, económica, religiosa, legislativa, penitenciaria...—, que causa muchas más muertes que la violencia física (las injusticias de «nuestro (des)orden establecido» tiene una media de muertes-asesinatos diarios muy superior al de cualquier guerra); el monopolio del uso legal de la violencia en manos de quienes (militares y policías) están al servicio de los que precisamente les han otorgado ese monopolio; el enriquecimiento y los intereses de quienes impulsan el comercio de armas que hace posible la violencia física, etc., etc., etc. Sobre todo ello creemos que nuestras sociedades deberían debatir libre y sinceramente, abandonar sus hipocresías y dobles morales, y actuar en consecuencia. Buena parte de esos debates son los que propicia el libro de Joan Mari Irigoien y estas líneas no pretenden sino ser una contribución inicial a su desarrollo, antes de que, como suele suceder, se cierren sin tan siquiera iniciarse. Animamos a seguir debatiendo públicamente sobre la cuestión.

Estitxu Martínez de Guevara, en nombre del Colectivo Gasteizkoak

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