El escritor Henry David Thoreau, mosqueado y descontento con los cambios violentos que el progreso, a mediados del siglo XIX, empezaba a producir en su país, se fue a vivir solo en el bosque, en una cabaña que construyó él mismo, para pensar una estrategia personal que lo mantuviera a salvo de ese progreso, que ya desde entonces avanzaba de manera salvaje y que él vislumbraba como una auténtica amenaza. Era la época en que la máxima velocidad, la del caballo, había sido desplazada por la velocidad del tren, que era un medio de transporte tirado por una máquina que prescindía de los animales, es decir, de la naturaleza; y esta situación hacía que Thoreau mirara al tren como el enemigo de su proyecto de vida.
“Los hombres se han convertido en las herramientas de sus herramientas”, decía el escritor pensando en el hacha, en la pala y en el martillo, que eran entonces instrumentos imprescindibles para construir una casa y un jardín. No podía imaginar, desde luego, el nivel de dependencia del ordenador que tendríamos nosotros medio siglo más tarde; una dependencia que merece esta pregunta: en ese binomio del hombre frente al ordenador, ¿quién es la herramienta de quién?
Aunque era un solitario tenaz, Thoreau dejaba siempre una silla en la puerta de su cabaña, en medio del bosque, por si algún caminante quería detenerse a conversar con él, y alguna vez que un joven le pidió un vaso de agua, el escritor entró a su cabaña, salió con un cucharón de sopa, que entregó al asombrado paseante y después le señaló el lago, para que bebiera todo el agua que quisiera.
Además de ser uno de los padres fundadores de la literatura estadounidense, Thoreau también fue filósofo, agrimensor, naturalista, maestro de escuela, fabricante de lápices y, haciendo cuentas, también fue el precursor de la ecología. Me he puesto a releer Walden, la gran obra de Thoreau, después de leer dos recientes estudios, realizados en Inglaterra y en Estados Unidos, que pintan a Europa como un continente infeliz y pesimista ante el futuro. Esta oscura percepción de la vida que tienen los europeos nos invita a reflexionar, para empezar, sobre el sentido que tienen el progreso y el desarrollo en la vida particular de las personas, una reflexión que ya hizo Thoreau, en 1854, en ese libro raro y magistral.
El futuro se ve especialmente negro desde España: es lo que ha concluido la agencia inglesa Ipsos-MORI, después de realizar una encuesta en 20 países, sobre la percepción que tienen los jóvenes y los adultos del porvenir. Según esta investigación, el futuro se ve más negro desde Europa: en Francia solo el 7% considera que el mundo en el que vivirán sus hijos será mejor que el suyo, en Bélgica es el 13% y en España el 16%. En cambio el futuro brilla para el grupo de países emergentes conocido como BRIC (Brasil, Rusia, India, China); en China, por ejemplo, el 81% cree que el futuro será mejor que el presente.
Esta visión del futuro se corresponde con otro estudio que hizo recientemente el Pew Research Center, sobre la felicidad (“happiness”,dice textualmente) en los países; pues la gente más feliz, la que más satisfecha está con su vida, es la de Latinoamérica, y también la de los países del grupo BRIC, es decir, la gente que vive en países en desarrollo. Mientras que las personas menos felices, las que menos satisfechas están con su vida, son las que viven en países desarrollados, con énfasis en Europa. Por ejemplo, los estadounidenses son, según el estudio del Pew Center, menos felices que los mexicanos, a pesar de que sus ingresos per capita son casi cuatro veces superiores.
La visión pesimista del futuro y los niveles de infelicidad de los países europeos son datos que, sumados a la debacle económica y al descrédito de gobernantes y políticos, nos invitan a pensar que vamos por el camino equivocado. Una comunidad que produce gente infeliz y pesimista debería revisar no solo sus instituciones, también su discurso, lo que comunica a sus ciudadanos, aquello que hace percibir a los europeos que en el futuro hay muy poca esperanza.
¿Cómo es posible que una persona que nació en El Salvador, en Centroamérica, con una multitud de carencias que la mayoría de los europeos no puede ni imaginar, sea más feliz que un francés, que un belga o que un español? La clave está, precisamente, en esa multitud de carencias: quien tiene poco, o nada, puede tenerlo todo, o cuando menos tiene esa esperanza; en cambio quien lo tiene todo siempre está en peligro de perderlo. Se trata de ese equilibrio elemental en el que hurgó con gran acierto H. D. Thoreau.
Este escritor, siempre escéptico frente al progreso, se construyó una cabaña en el bosque con los elementos que proveía la naturaleza. Las tablas que utilizó para levantar las paredes, las extendió primero sobre la hierba, para que el sol les diera la tonalidad que buscaba; la idea era que la cabaña saliera del bosque mismo, que estuviera integrada, desde los materiales hasta la forma que tenía, con el suelo y el paisaje donde estaba asentada. Thoreau sostenía que las casas sirven al hombre en invierno y en la época de lluvias, pero que el resto del año se convierten en un caparazón excesivo y superfluo. Además consideraba un escándalo todo el dinero que la gente pagaba por una vivienda, pudiendo comprarse, en lugar de una pesada casa de piedra, un poblado entero de tiendas indias, como las que había, salpicadas por el bosque, alrededor del lago Walden, donde estaba su cabaña. “Porque el costo de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella”, escribió, y más adelante remató: “El lujo que disfruta una clase se compensa con la indigencia que sufre la otra”. Thoreau llevaba las botas siempre sucias y vestía invariablemente con prendas de pana que tenían grandes bolsillos, lo suficientemente grandes para que cupiera su equipaje predilecto: un cuaderno y un catalejo.
Aunque era un escritor importante se miraba a sí mismo con una sana perspectiva. Sus desgracias profesionales, que hubieran amargado a alguno de sus colegas, a él le hacían gracia. En sus Diarios cuenta del fracaso de uno de sus libros, dice que su editor, harto de que no se vendía, decidió enviarle los ejemplares a su casa, porque necesitaba el espacio para otros libros que tenían mejores perspectivas de ventas que el suyo; de forma que, de un día para otro, Thoreau se encontró a sí mismo en esta situación: “Ahora poseo una biblioteca de 900 libros, de los cuales yo he escrito más de 700”.
Su ácida visión sobre el establishment y sobre la corrección política de la época, que difiere muy poco de la nuestra, puede paladearse en esta frase: “No puedo sino sentir compasión cuando escucho a un hombre aseado y con buen aspecto, seguro, y aparentemente libre y dispuesto, hablando sobre si sus muebles están o no asegurados”. Lo que proponía en el fondo este ecologista radical era una vida sencilla, el acercamiento a ese estadio de la civilización donde el hombre vivía todavía integrado a la naturaleza, esa época en la que las personas aún no se habían convertido en “la herramienta de sus herramientas”, un planteamiento del que la sociedad de hace 150 años se había alejado bastante, y del que nosotros estamos, por decirlo rápidamente, a años luz.
Thoreau pensaba que la vida sencilla, ésa que él mismo había implementado a orillas del lago Walden, esa vida en la que todos poseían lo mismo y no deseaban nada más, era el único antídoto contra los robos, contra la violencia que ya desde entonces había en las ciudades, era el remedio perfecto contra la ansiedad, esa “tranquila desesperación” que él detectaba en sus contemporáneos, demasiado ocupados en los asuntos del desarrollo y del progreso. Quizá en Europa nos hemos alejado demasiado de Walden, nos hemos convertido en la herramienta de un montón de herramientas y hemos perdido de vista que la felicidad crece a la sombra de la vida sencilla.
Jordi Soler
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