Nos hacen esta pregunta una vez más. Cada convocatoria electoral, y principalmente desde “las izquierdas”, poniéndose la venda antes de hacerse la herida, culpan al abstencionismo de la hegemonía de la derecha en la farsa electoral.
Es una pregunta que no tiene una respuesta simple. En primer lugar y frente a lo que a algunos, y no precisamente anarquistas, les gustaría, el anarquismo no es un dogma, nunca se planteó que tenía la verdad revelada en sus manos, en consecuencia ha operado siempre, a la vez que en lo social y lo cotidiano, en una labor de crítica y reflexión permanente. El preguntar por qué no votamos es equivalente a preguntar ¿cómo concibe el anarquismo la intervención política? ¿Considera el anarquismo que hay un nivel político en el que se debe actuar? ¿Las elecciones no son parte sustancial de toda práctica política? ¿Ningún anarquista vota nunca?
Entendemos que, mientras el pueblo alimente, mantenga y enriquezca a los grupos privilegiados de la población mediante su trabajo, incapacitado para el auto-gobierno por verse forzado a trabajar para otros y no para sí, estará invariablemente regido y dominado por las clases explotadoras. Esto no puede remediarlo ni siquiera la constitución más democrática, porque el hecho económico es más fuerte que los derechos políticos, que carecen de significado sin igualdad económica.
Hablar de elecciones es aludir sólo a una parte de una estructura de poder que es bastante más amplia. En la actualidad, cuando el aparato ideológico del sistema (administraciones, poder judicial, medios de comunicación…) hace la guerra abierta a lo solidario, a todo lo que pueda generar culturas de cooperación y apoyo mutuo, al tiempo que alimenta la fragmentación, la atomización, el que cada cual vaya a lo suyo, no resulta sencillo plantear algunas cosas.
Dentro de las reflexiones -que ya muchos se hacen- está el papel que juegan las elecciones en un sistema como el presente: ¿Tiene esto algo que ver con una democracia auténtica? Consideramos que es cuando menos ingenuo, pretender poner patas arriba los mecanismos del sistema, empleando para ello sus herramientas de legitimación (elecciones): todo el juego electoral cumple fines tendentes a la legitimación del sistema.
Mientras el sufragio universal se ejerza en una sociedad donde la mayoría de la población está económicamente dominada por una minoría que controla de modo exclusivo y excluyente la propiedad y el capital; por libre que pueda parecer el pueblo desde el punto de vista político (libertad política que, muchos ya lo han comprobado, se reduce a poder elegir la papeleta que metes en el sobre, ojito con ir más allá), esas elecciones sólo pueden ser ilusorias y antidemocráticas en sus resultados, que invariablemente se revelan absolutamente opuestos a las necesidades y a la verdadera voluntad de la población.
Bajo el capitalismo, la burguesía está mejor equipada que los trabajadores para hacer uso de la democracia parlamentaria. Es cierto que las clases dominantes saben mejor que el pueblo lo que quieren y lo que deben tener: el propósito que persiguen no es nuevo ni inmensamente vasto en sus fines, como acontece con el nuestro. Al contrario, es un propósito conocido y completamente determinado: la preservación de su dominio político y económico.
La falsedad del sistema representativo descansa sobre la ficción de que el Gobierno o y las Cortes o Parlamento surgidos de elecciones deben representar la voluntad del pueblo, o al menos de que pueden hacerlo. El pueblo quiere instintiva y necesariamente dos cosas: la mayor prosperidad material posible dadas las circunstancias, y la mayor libertad para sus vidas, libertad de movimiento y libertad de acción.
¿Cómo puede el pueblo controlar los actos políticos de sus representantes? ¿No es evidente que el control ejercido en apariencia por los electores sobre sus representantes es, en realidad, una pura ficción?
Abismo entre quienes gobiernan y quienes son gobernados: las finalidades de quienes gobiernan —de quienes elaboran las leyes del país y ejercitan el poder ejecutivo— se oponen diametralmente a las aspiraciones populares debido a la posición excepcional de los gobernantes y de la clase política en general: sean cuales fueren sus sentimientos e intenciones democráticas, sólo pueden considerar esta sociedad desde la elevada posición en la cual se encuentran. La posesión del poder induce a un cambio de perspectiva. Tal ha sido la eterna historia del poder político desde el momento mismo de establecerse en este mundo. Esto explica también por qué y cómo hombres demócratas y rebeldes de la variedad más roja, se hicieron extremadamente conservadores cuando llegaron al poder. Por lo general, estos retrocesos suelen atribuirse a la traición. Pero es una idea errónea; en su caso, la causa dominante es el cambio de posición y perspectiva.
Puesto que el Estado político no tiene otra misión que la de proteger la explotación del trabajo por parte de las clases económicamente privilegiadas, el poder de los Estados sólo está destinado a oponerse a la libertad del pueblo. Quien dice Estado dice dominación, y toda dominación supone la existencia de masas dominadas. Por consiguiente, el Estado no puede tener confianza en la acción espontánea y en el movimiento libre de las masas, cuyos intereses más queridos militan contra su existencia. Es su enemigo natural, su invariable opresor, y aunque tiene buen cuidado de no confesarlo abiertamente, tiende a actuar siempre en esta dirección. Por democrático que pueda ser en su forma, ningún Estado puede proporcionar al pueblo lo que necesita, es decir, la libre organización de sus propios intereses de abajo arriba, sin interferencia, tutela o violencia de los estratos superiores. Porque todo Estado, hasta el más republicano y democrático es esencialmente una máquina para gobernar a las masas desde arriba, a través de una minoría privilegiada, que supuestamente conoce los verdaderos intereses del pueblo mejor que el propio pueblo.
De este modo, incapaces de satisfacer las exigencias del pueblo o de suprimir la pasión popular, las clases poseedoras y gobernantes sólo tienen un medio a su disposición: la violencia estatal, en una palabra, el Estado, porque el Estado implica violencia, un gobierno basado sobre una violencia disfrazada o, en caso necesario, abierta y sin ceremonias.
La producción capitalista y la especulación financiera se llevan muy bien con la llamada democracia representativa; porque esta forma moderna del Estado, basada sobre una supuesta voluntad y soberanía popular, supuestamente expresada por los representantes en los parlamentos, unifica en sí las dos condiciones necesarias para la prosperidad de la economía capitalista: sometimiento efectivo del pueblo a la minoría que teóricamente le representa e identificación con los valores “sociales”.
Los anarquistas hemos votado en muchos lugares e instancias: sindicatos, cooperativas, centros sociales y populares, asambleas. El problema no es el voto ni la democracia. La cuestión es a qué mecanismo pertenece tal voto y de qué democracia hablamos.
En estas circunstancias, cuando la agresión ideológica del sistema es alta, cuando los medios de comunicación son la única fábrica de opinión, cuando coordinarse y movilizarse se criminaliza y reprime, cuando la miseria de las poblaciones crece… hay una búsqueda -en la que está mucha gente- de herramientas que permitan la lucha. En esa búsqueda queremos estar. No es tanto el votar o no votar, sino qué hacemos entre convocatoria y convocatoria electoral y en qué condiciones nos “enfrentamos” a las mismas.
Es una pregunta que no tiene una respuesta simple. En primer lugar y frente a lo que a algunos, y no precisamente anarquistas, les gustaría, el anarquismo no es un dogma, nunca se planteó que tenía la verdad revelada en sus manos, en consecuencia ha operado siempre, a la vez que en lo social y lo cotidiano, en una labor de crítica y reflexión permanente. El preguntar por qué no votamos es equivalente a preguntar ¿cómo concibe el anarquismo la intervención política? ¿Considera el anarquismo que hay un nivel político en el que se debe actuar? ¿Las elecciones no son parte sustancial de toda práctica política? ¿Ningún anarquista vota nunca?
Entendemos que, mientras el pueblo alimente, mantenga y enriquezca a los grupos privilegiados de la población mediante su trabajo, incapacitado para el auto-gobierno por verse forzado a trabajar para otros y no para sí, estará invariablemente regido y dominado por las clases explotadoras. Esto no puede remediarlo ni siquiera la constitución más democrática, porque el hecho económico es más fuerte que los derechos políticos, que carecen de significado sin igualdad económica.
Hablar de elecciones es aludir sólo a una parte de una estructura de poder que es bastante más amplia. En la actualidad, cuando el aparato ideológico del sistema (administraciones, poder judicial, medios de comunicación…) hace la guerra abierta a lo solidario, a todo lo que pueda generar culturas de cooperación y apoyo mutuo, al tiempo que alimenta la fragmentación, la atomización, el que cada cual vaya a lo suyo, no resulta sencillo plantear algunas cosas.
Dentro de las reflexiones -que ya muchos se hacen- está el papel que juegan las elecciones en un sistema como el presente: ¿Tiene esto algo que ver con una democracia auténtica? Consideramos que es cuando menos ingenuo, pretender poner patas arriba los mecanismos del sistema, empleando para ello sus herramientas de legitimación (elecciones): todo el juego electoral cumple fines tendentes a la legitimación del sistema.
Mientras el sufragio universal se ejerza en una sociedad donde la mayoría de la población está económicamente dominada por una minoría que controla de modo exclusivo y excluyente la propiedad y el capital; por libre que pueda parecer el pueblo desde el punto de vista político (libertad política que, muchos ya lo han comprobado, se reduce a poder elegir la papeleta que metes en el sobre, ojito con ir más allá), esas elecciones sólo pueden ser ilusorias y antidemocráticas en sus resultados, que invariablemente se revelan absolutamente opuestos a las necesidades y a la verdadera voluntad de la población.
Bajo el capitalismo, la burguesía está mejor equipada que los trabajadores para hacer uso de la democracia parlamentaria. Es cierto que las clases dominantes saben mejor que el pueblo lo que quieren y lo que deben tener: el propósito que persiguen no es nuevo ni inmensamente vasto en sus fines, como acontece con el nuestro. Al contrario, es un propósito conocido y completamente determinado: la preservación de su dominio político y económico.
La falsedad del sistema representativo descansa sobre la ficción de que el Gobierno o y las Cortes o Parlamento surgidos de elecciones deben representar la voluntad del pueblo, o al menos de que pueden hacerlo. El pueblo quiere instintiva y necesariamente dos cosas: la mayor prosperidad material posible dadas las circunstancias, y la mayor libertad para sus vidas, libertad de movimiento y libertad de acción.
¿Cómo puede el pueblo controlar los actos políticos de sus representantes? ¿No es evidente que el control ejercido en apariencia por los electores sobre sus representantes es, en realidad, una pura ficción?
Abismo entre quienes gobiernan y quienes son gobernados: las finalidades de quienes gobiernan —de quienes elaboran las leyes del país y ejercitan el poder ejecutivo— se oponen diametralmente a las aspiraciones populares debido a la posición excepcional de los gobernantes y de la clase política en general: sean cuales fueren sus sentimientos e intenciones democráticas, sólo pueden considerar esta sociedad desde la elevada posición en la cual se encuentran. La posesión del poder induce a un cambio de perspectiva. Tal ha sido la eterna historia del poder político desde el momento mismo de establecerse en este mundo. Esto explica también por qué y cómo hombres demócratas y rebeldes de la variedad más roja, se hicieron extremadamente conservadores cuando llegaron al poder. Por lo general, estos retrocesos suelen atribuirse a la traición. Pero es una idea errónea; en su caso, la causa dominante es el cambio de posición y perspectiva.
Puesto que el Estado político no tiene otra misión que la de proteger la explotación del trabajo por parte de las clases económicamente privilegiadas, el poder de los Estados sólo está destinado a oponerse a la libertad del pueblo. Quien dice Estado dice dominación, y toda dominación supone la existencia de masas dominadas. Por consiguiente, el Estado no puede tener confianza en la acción espontánea y en el movimiento libre de las masas, cuyos intereses más queridos militan contra su existencia. Es su enemigo natural, su invariable opresor, y aunque tiene buen cuidado de no confesarlo abiertamente, tiende a actuar siempre en esta dirección. Por democrático que pueda ser en su forma, ningún Estado puede proporcionar al pueblo lo que necesita, es decir, la libre organización de sus propios intereses de abajo arriba, sin interferencia, tutela o violencia de los estratos superiores. Porque todo Estado, hasta el más republicano y democrático es esencialmente una máquina para gobernar a las masas desde arriba, a través de una minoría privilegiada, que supuestamente conoce los verdaderos intereses del pueblo mejor que el propio pueblo.
De este modo, incapaces de satisfacer las exigencias del pueblo o de suprimir la pasión popular, las clases poseedoras y gobernantes sólo tienen un medio a su disposición: la violencia estatal, en una palabra, el Estado, porque el Estado implica violencia, un gobierno basado sobre una violencia disfrazada o, en caso necesario, abierta y sin ceremonias.
La producción capitalista y la especulación financiera se llevan muy bien con la llamada democracia representativa; porque esta forma moderna del Estado, basada sobre una supuesta voluntad y soberanía popular, supuestamente expresada por los representantes en los parlamentos, unifica en sí las dos condiciones necesarias para la prosperidad de la economía capitalista: sometimiento efectivo del pueblo a la minoría que teóricamente le representa e identificación con los valores “sociales”.
Los anarquistas hemos votado en muchos lugares e instancias: sindicatos, cooperativas, centros sociales y populares, asambleas. El problema no es el voto ni la democracia. La cuestión es a qué mecanismo pertenece tal voto y de qué democracia hablamos.
En estas circunstancias, cuando la agresión ideológica del sistema es alta, cuando los medios de comunicación son la única fábrica de opinión, cuando coordinarse y movilizarse se criminaliza y reprime, cuando la miseria de las poblaciones crece… hay una búsqueda -en la que está mucha gente- de herramientas que permitan la lucha. En esa búsqueda queremos estar. No es tanto el votar o no votar, sino qué hacemos entre convocatoria y convocatoria electoral y en qué condiciones nos “enfrentamos” a las mismas.
Excelente artículo en donde se toma a la anarquia no como un sistema dogmático sino como consecuencia de procesos racionales para determinar una conclusión exponiendo bases y lógica. Felicidades y que viva la anarquia
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