M. Amorós
En el contexto de crisis ecológica, económica, política y social, los ataques contra el territorio se acentúan ¿Cómo impedir la destrucción del territorio desde la ciudad?
Ciudad no es el nombre correcto para llamar a las aglomeraciones urbanas actuales, esclavas de los vehículos, sin límites, sin unidad y sin proyecto común. Es más propio el término de conurbación. Las movilizaciones en defensa del territorio pueden originarse en ella, pues la conurbación no deja de ser parte del territorio, aunque sea parte destruida. La defensa del territorio es también una defensa de la ciudad en el verdadero sentido de la palabra, al menos tanto como la defensa de la ciudad es en buena parte desurbanización. Por otro lado, la mercantilización completa del territorio, arruina lo que podía quedar de libre y gratuito en el modo de vida rural, que queda totalmente convertido en un modo de vida suburbano. Desde el lado creativo, se puede combatir perfectamente la destrucción territorial desde las barriadas urbanas estableciendo puentes con el campo, bien para instalarse allí, bien para llevarlo a la conurbación. No es necesario extenderse sobre los grupos de consumo y los huertos urbanos. Desde el lado de la resistencia, dado que el campo se halla casi despoblado, los contingentes necesarios para oponerse a los ataques han de venir forzosamente de las conurbaciones. Resumiendo: tanto en el campo como en la conurbación hay que impulsar modos de vida no capitalistas, es decir, todo lo que se pueda al margen de la economía y del Estado, al tiempo que se organiza la resistencia contra las constantes agresiones territoriales.
¿Es compatible esta oposición con el modo de vida urbano actual?
Es evidente que existe una enorme oposición entre el espacio tal como lo conforma la mercancía, y tal como sería si albergara una humanidad liberada. Lo mismo sucede con el tiempo. La forma de vivir que impone el capitalismo, pagando y cobrando por todo, es absolutamente incompatible un modo de vida biológica y culturalmente equilibrado, solidario y libre.
¿Cómo sería la defensa del territorio desde la ciudad? La defensa de los barrios, ¿sería un buen punto de partida para defender la tierra?
La decisión de combatir, tanto dentro como fuera de la conurbación, resulta de la toma de conciencia del conflicto real que han provocado las contradicciones del sistema de dominación, las cuales son bien visibles en la destrucción del territorio y en la exclusión social. La contradicción principal, que le viene de fuera, es la que existe entre unas necesidades ilimitadas debidas al crecimiento y unos recursos muy limitados que la tecnología no puede prolongar. En contrapartida, la mayor contradicción interna reside en la misma producción capitalista, cuando el precio del trabajo, siempre a la baja, y el estallido de las burbujas crediticias, no permiten alcanzar la cota de consumo necesaria para obtener suficientes beneficios. O dicho de otro modo, cuando la extracción de plusvalía no basta para asegurar la reproducción ampliada de capitales. La lucha social desde las barriadas está adoptando un doble aspecto; por una parte, la creación de circuitos de abastecimiento, transporte y formación al margen de la economía y del Estado; por la otra, la puesta en marcha de medios de autoorganización y autodefensa como las asambleas de barrio, las comisiones y los piquetes. Son indicadores de la descolonización de la vida cotidiana y la desestatización de la vida pública.
Qué hacer con el concepto de clase en el marco de la defensa del territorio. ¿Existe la clase obrera? ¿Hay lucha de clases?
El capitalismo, al apoderarse de toda la sociedad y extenderse por ella a todos los niveles, genera constantes antagonismos y estos son fuente de conflictos. La sociedad capitalista se halla dividida. Cuando un fragmento o parte es consciente de sí misma, de su fuerza y de sus posibilidades, forma una clase. Las clases no son factores sociales estables; evolucionan y se transforman de acuerdo con el resultado cambiante de las alianzas y los enfrentamientos entre sí. Son productos históricos. Desde que un poder separado llega a constituirse, hay una clase dominante y una población dominada. Que esta llegue a formar una clase para si depende de la conciencia que pueda nacer de su resistencia a la dominación y de sus intentos por liberarse de ella. En las actuales condiciones de producción y consumo, los trabajadores no forman una clase. No quieren salirse del sistema; solamente aspiran a prosperar dentro de él. No son capaces de la menor autonomía; siempre actúan a través de mediadores. Eso es así porque el conflicto laboral no trasciende al capitalismo, no plantea su superación, sino que se mantiene siempre en su terreno: el trabajo nunca ha sido sino la otra cara del capital. La lucha por los salarios o el empleo ignora expresamente la naturaleza del trabajo y sus consecuencias. Ejemplos recientes: los mineros nunca se han planteado el impacto en el medio ambiente de las actividades extractivas; los obreros que fabrican automóviles o refrescos, o los que construyen autopistas o centrales nucleares, no se cuestionan jamás la finalidad de lo que están haciendo. No se preguntan por la utilidad social del trabajo, y mucho menos persiguen su abolición como mercancía: sencillamente desean su conservación y una mejor remuneración. Lo que realmente quieren es mantener el acceso a las mercancías, no desertar de su mundo; llevar un modo de vida consumista que han interiorizado, no desprenderse de él. La mercancía es la vida cuando la vida no es más que mercancía. Cuando cualquier otra cosa no cuenta, el acceso seguro al mercado lo es todo. Esas luchas pues, no disuelven las condiciones presentes, porque nada tienen que ver con la lucha de clases. Cuando el imperio de la mercancía es total, la clase antagónica, verdaderamente anticapitalista, no puede forjarse desde dentro, desde el trabajo, sino desde fuera, desde el vivir. En el combate por el ágora, por la justicia social; en la agroecología, en la defensa del territorio. Allí es donde mejor puede desprenderse el trabajador de la alienación que le coloca fuera de sí. Por encima de cualquier estatuto del trabajo está la constitución de la libertad.
Si hay un éxodo urbano hacia el campo, ¿cómo sería esa transición poblacional, si fuera insostenible vivir en la ciudad? ¿Cómo afectaría al campo, a lo rural?
La imposibilidad de supervivencia en las conurbaciones empujaría la población al campo sin duda, pero los efectos sobre el territorio dependerían de cómo se realizara el proceso. Si fuera de manera consciente, la ruralización no sería traumática ni desastrosa. Daría lugar a comunidades vecinales. Si se lleva a cabo inconscientemente, por el mordisco del hambre, la ruralización será desordenada y depredadora, ocasionando caos y violencia, pues dominarían las bandas de desesperados y las mafias. Dará lugar a miniestados militaristas. Que la humanidad del fin de la civilización transcurra por vías populistas y fascistas, o al contrario, escoja los caminos de la emancipación, no dependerá más que del desenlace de un proceso de luchas sociales más intenso que todos los del pasado.
¿Cómo serían las alianzas entre las luchas en teoría cada vez más numerosas en defensa del territorio y otras luchas más tradicionales?
Las luchas de tipo laboral, contra los recortes en sanidad, contra los desahucios o contra el encarecimiento del transporte público o de la electricidad, son legítimas y necesarias, pues para quien ha quedado atrapado en la sociedad de mercado la supervivencia es lo primero. Pero sólo la defensa del territorio puede darles perspectivas anticapitalistas y catalizar la formación de comunidades. La conexión de unas luchas con otras no es fácil, porque la integración que domina en unas y la segregación que debería hacerlo en otras, son fenómenos opuestos. Además, casi siempre la defensa del territorio discurre por cauces ciudadanistas, que aíslan los problemas y tratan de compatibilizarlos con el progreso capitalista. Es algo muy evidente en los conflictos “nimby” (no por mi casa, pero sí en otra parte) y en las formas de rentabilizar la exclusión conocidas como “economía social”. Así pues, en las actuales circunstancias, cuando la radicalización no parece deseable a la mayoría, de producirse una conexión lo más probable sería que se impusieran mecanismos integradores.
¿Cómo será el equilibrio, inestable en apariencia, entre la crisis ecológica y la crisis del valor en el capitalismo?
No hay equilibrio, hay interacción. Quienes tras la debacle financiera apuntan a la crisis del “valor”, proclaman la perdida de función del dinero, su expresión material, lo que no es cierto. El “corralito” argentino no se ha vuelto a repetir. La confianza en el dinero no se ha evaporado y por consiguiente éste conserva su valor de cambio; traduce ese valor. El desarrollo capitalista, aunque zigzagueando, sigue adelante, por lo que el descenso de la tasa de ganancia, la caída del “valor”, aún puede compensarse, principalmente con la destrucción del territorio: eólicas, fracking, cultivos transgénicos, incineradoras, infraestructuras… Por lo demás, la crisis reviste variados aspectos: económico, cultural, político, ecológico, energético, demográfico, alimentario, sanitario, urbano… Es una crisis global, signo de la quiebra de los sistemas metropolitanos y, en general, de la fragilidad del capitalismo contemporáneo. Cuando el barco se hunde –cuando el desarrollo se vuelve problemático– buscar la causa primera o la relación entre todas no es lo importante, pues lo que urge es ponerse a salvo y organizar tanto la supervivencia en colectividad como el desmantelamiento de la megamáquina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario