Publicado originalmente como Listen, Marxist! en 1971. Extraído de la segunda edición del libro El anarquismo en la sociedad de consumo (Post-Scarcity Anarchism), editado por Editorial Kairós. Traducción de Rolando Hanglin.
Toda
la vieja morralla de los años treinta está de regreso: la «línea de clase», el
«papel de la clase», los «cuadros adiestrados», el «partido de vanguardia» y la
«dictadura proletaria». Todo aquello ha vuelto, y en forma más vulgarizada que
nunca. El Progressive Labor Party no es el único ejemplo; es
sólo el peor. Se huele el mismo tufillo en varios desprendimientos de la SDS y
en los círculos marxistas y socialistas de los campus, no digamos
ya en los grupos trotskistas, los Clubs Socialistas Internacionales y la
Juventud Contra la Guerra y el Fascismo.[1]
En
los años treinta, al menos, esto era comprensible. Los Estados Unidos estaban
paralizados por una crisis económica crónica, la más profunda y prolongada de
su historia. Las únicas fuerzas vivas que parecían conmover los muros del
capitalismo eran los poderosos impulsos organizativos de la CIO,[2] con
sus espectaculares huelgas y sentadas callejeras, su militancia radical, sus
encuentros sangrientos con la policía. La atmósfera política del mundo entero
estaba cargada con la electricidad de la guerra civil española, última
expresión de las clásicas revoluciones obreras, donde cada secta radical de la
izquierda americana podía identificarse con su propia columna miliciana en
Madrid o Barcelona. Esto era hace treinta años. En aquel tiempo, cualquiera que
tuviera la ocurrencia de gritar «Haz el amor, no la guerra» hubiera sido tomado
por loco; el grito de entonces era «Haced empleos, no guerras»: llanto de una
era castigada por la escasez, cuando la implantación del socialismo acarreaba
«sacrificios» y suponía una «período de transición» de cara a una economía de
abundancia material. Para cualquier chico de dieciocho años, en 1937, el
concepto de cibernética hubiera sonado a ciencia ficción desenfrenada, una
fantasía sólo comparable a las visiones del viaje interestelar. Aquel muchacho
de dieciocho años acaba de cumplir la cincuentena, y tiene las raíces plantadas
en una era tan remota que difiere cuantitativamente de las
realidades del período actual en los Estados Unidos. El propio capitalismo ha
cambiado desde entonces, adoptando formas cada vez más estratificadas que sólo
podían avizorarse pálidamente hace treinta años. Y ahora se nos propone que
volvamos a la «línea de clase», la «estrategia», los «cuadros» y todas las
formas organizativas de aquel período distante, con desprecio casi vociferante
por los nuevos temas y posibilidades que han surgido.
¿Cuándo
diablos acabaremos de crear un movimiento capaz de mirar hacia el futuro en
lugar del pasado? ¿Cuándo comenzaremos a aprender de lo que está naciendo en
lugar de lo que está muriendo? Marx intentó hacerlo en su propio tiempo, y a
esto debe su perdurable prestigio; trató de inspirar un espíritu futurista en
el movimiento revolucionario de las décadas entre 1840 y 1850. «La tradición de
todas las generaciones muertas cae como una pesadilla sobre la mente de los
vivos», escribió en El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte. Y
precisamente cuando parecen embarcarse en la transformación de sí mismos y de
las cosas que los rodean, precisamente en las épocas de crisis revolucionaria
convocan ansiosamente los espíritus del pasado en su ayuda, y de ellos toman
prestados nombres, slogans de barricada y vestidos, para presentar el nuevo
escenario de la historia del mundo con este disfraz santificado por el paso del
tiempo, con este lenguaje prestado. Por esto Lutero se cubrió con la máscara de
Pablo el apóstol, la revolución de 1789 y 1814 vistió alternativamente los
trajes de la República Romana y el Imperio Romano, y la de 1848 no halló nada
mejor que parodiar, a su vez, a 1789 y las tradiciones de 1793 y 1795... La
revolución social del siglo diecinueve no puede extraer su poesía del pasado,
sino sólo del futuro. No puede comenzar a vivir si no se desnuda de todas las
supersticiones relativas al pasado... Para arribar a su propio contenido, la
revolución del siglo diecinueve debe dejar que los muertos entierren a sus
muertos. Allí la frase iba más allá que el contenido; aquí el contenido supera
a la frase».[3]
¿Difiere
en algo el problema de hoy, cuando nos acercamos al siglo veintiuno? Nuevamente
están los muertos andando entre nosotros, y se han vestido irónicamente con el
nombre de Marx, el hombre que trató de enterrar a los muertos del siglo
diecinueve. De modo que la revolución de nuestro tiempo no es capaz de nada
mejor que parodiar, a su vez, a las revoluciones de octubre de 1917, a la
guerra civil de 1918-1920, con su «línea de clase», su Partido Bolchevique, su
«dictadura del proletariado», su moralidad puritana y hasta su slogan: «El
poder a los soviets». La revolución completa y multilateral de nuestro tiempo,
que está por fin en condiciones de resolver la histórica «cuestión social»
nacida de la escasez, la dominación y las jerarquías, toma ejemplo de las
revoluciones parciales, incompletas y unilaterales del pasado, que se limitaron
a cambiar la forma de la «cuestión social» reemplazando un sistema de
explotación jerárquica por otro. En un tiempo en que la mismísima sociedad
burguesa se encuentra embebida en el proceso de desintegrar todas las clases
sociales que alguna vez le dieron su estabilidad, se escuchan estas huecas
proclamas de una «línea de clase». En esta época en que todas las instituciones
políticas de la sociedad jerarquizada entran en un período de profunda
decadencia, suenan huecas proclamas del «partido político» y el «estado
obrero». Mientras la jerarquía como tal es cuestionada, escuchamos huecas
proclamas sobre «cuadros», «vanguardias» y «líderes». En el momento preciso en
que la centralización y el Estado alcanzan el punto más explosivo de
negatividad histórica, se oyen estas huecas proclamas de un «movimiento
centralizado» y una «dictadura del proletariado».
Esta
búsqueda de seguridad en el pasado, este intento de hallar abrigo en un dogma
fijo y una jerarquía organizativa que sustituyan al pensamiento creativo y la
praxis es la amarga evidencia de que muchos revolucionarios son tremendamente
incapaces de revolucionar «a las cosas y a sí mismos», y mucho menos a la
sociedad total. El conservadurismo hondamente arraigado de los
«revolucionarios» del PLP[4] es de una evidencia casi dolorosa; el líder y
la jerarquía autoritaria reemplazan al patriarca y a la burocracia escolar; la
disciplina del movimiento sustituye a la de la sociedad burguesa; el código
autoritario de la obediencia política reemplaza al Estado; el credo de la
«moralidad proletaria» toma el lugar de los pruritos puritanos y la ética del
trabajo. La vieja sustancia de la sociedad explotadora reaparece bajo nuevas
formas, envuelta en los pliegues de una bandera roja, decorada con retratos de
Mao (o Castro, o el Che) y adornada por el diminuto «Libro Rojo» y otras
letanías sagradas.
La
mayoría de la gente que sigue perteneciendo al PLP lo tiene bien merecido. Si
pueden vivir con un movimiento que, cínicamente, imprime sus slogans al pie de
fotografías de piquetes del DRUM;[5] si pueden leer una revista que se
pregunta si Marcuse es un «copout» o un «cop»;[6] si pueden aceptar una
«disciplina» que los reduce a la condición de autómatas o naipes de póker; si
pueden utilizar las técnicas más desagradables (que han tomado prestadas de las
operaciones comerciales y el parlamentarismo burgueses) para manipular a otras
organizaciones; si pueden parasitar virtualmente cada acción o situación con el
exclusivo propósito de promover el crecimiento de su partido —aunque esto
implique la derrota de la propia acción— no merecen más que desprecio. Cuando
esta gente se autodenomina «roja» y califica a los ataques que se le dirigen de
caza de «rojos», practica una forma de macartismo revertido. Para reformular la
sabrosa descripción del stalinismo que debemos a Trotsky, esta gente es la
sífilis del movimiento juvenil radical de nuestro tiempo. Y hay sólo un
tratamiento para la sífilis: antibióticos, no argumentos.
Lo
que nos preocupa en este sentido son aquellos revolucionarios honestos que se
han inclinado hacia el marxismo, el leninismo o el trotskismo, porque buscan
fervorosamente una perspectiva social coherente y una estrategia efectiva para
la revolución. También estamos preocupados por quienes se dejan deslumbrar por
el repertorio teórico de la ideología marxista y flirtean con ella, a falta de
otras alternativas sistemáticas. A esta gente nos dirigimos como hermanos y
hermanas, convocándolos a una discusión seria y a una reevaluación comprensiva.
Creemos que el marxismo ya no es aplicable a nuestro tiempo, no porque resulte
demasiado visionario o excesivamente revolucionario, sino porque no lo es en
grado suficiente. Creemos que nació de una era de escasez y presentó una
crítica brillante de aquella era, concretamente del capitalismo industrial, y
que está naciendo una nueva era que el marxismo no abarca adecuadamente y cuyos
lineamientos sólo pudo anticipar en forma unilateral y parcial. Sostenemos que
el problema no es «abandonar» el marxismo o «anularlo», sino trascenderlo
dialécticamente, del mismo modo que Marx trascendió la dialéctica hegeliana, la
economía de Ricardo y las tácticas y modalidades organizativas blanquistas.
Consideramos que, en un estadio del capitalismo más avanzado que el que conoció
Marx hace ya un siglo, y en una etapa más avanzada del desarrollo tecnológico
que Marx pudo anticipar claramente, es necesaria una nueva crítica, que a su
vez inspire nuevas formas de lucha, de organización, de propaganda y de estilo
de vida. Llamen a estas formas como les plazca, incluso «marxismo» si lo
desean. Hemos preferido dar a este nuevo enfoque el nombre de anarquismo
postescasez, por una cantidad de contundentes razones que en las páginas que
siguen resultarán evidentes.
Los
límites históricos del marxismo
La
idea de que un hombre cuyas más grandes contribuciones teóricas fueron hechas
entre 1840 y 1880 pudiera «prever» toda la dialéctica del capitalismo resulta
claramente absurda. Si aún podemos aprender mucho de las concepciones de Marx,
es más aún lo que aprenderemos de los inevitables errores de un hombre que
estaba limitado por una era de escasez material y una tecnología que apenas
incluía el uso de la energía eléctrica. Podemos aprender hasta qué punto es
diferente nuestra época con relación a toda la historia
pasada, hasta qué punto son cualitativamente distintas las potencialidades que
se nos presentan y únicos los planteamientos, análisis y praxis que debemos
acometer para hacer una revolución y no un nuevo aborto histórico.
No
se trata de que el marxismo, como «método», deba aplicarse a «nuevas
situaciones», o que deba desarrollarse un «neo-marxismo» para superar las
limitaciones del «marxismo clásico». El intento de rescatar el pedigree marxista,
enfatizando el método sobre el sistema o agregando el prefijo «neo» a la palabra
sagrada no es más que una lisa y llana mixtificación, dado que las conclusiones
prácticas del sistema contradicen abiertamente estos propósitos.[7] Sin
embargo, éste es precisamente el estado de cosas en la exégesis marxista de
hoy. Los marxistas se basan en el hecho de que su sistema despliega una
brillante interpretación del pasado, mientras ignoran deliberadamente las
atroces desviaciones en que ha incurrido de cara al presente y al futuro.
Hablan de la coherencia que el materialismo histórico y el análisis de clase
han impreso a la interpretación de la historia, de la luz que la concepción
económica de El Capital ha echado sobre el desarrollo del
capitalismo industrial, de la brillantez con que Marx ha analizado las
revoluciones anteriores y deducido conclusiones tácticas, sin reconocer ni por
asomo que han surgido problemas cualitativamente nuevos, que en tiempos de Marx
no existían, ni muchísimo menos. ¿Puede concebirse que los problemas históricos
y los métodos de análisis clasista, íntegramente basados en una inevitable
escasez, se transplanten a una nueva era potencialmente abundante? ¿Es
concebible que un análisis económico centrado originariamente en un sistema
capitalista de «libre concurrencia» industrial se transfiera a un sistema de
capitalismo gerencial, en que el Estado y los monopolios se combinan para
manipular la vida económica? ¿Puede creerse que el repertorio táctico y
estratégico formulado durante un período en que la base de la tecnología
industrial residía en el carbón y el acero resulte aplicable para una era
basada en fuentes energéticas radicalmente nuevas, en la electrónica y la
cibernética?
Como
resultado de este trasplante, un cuerpo teórico que hace un siglo era liberador
se ha convertido, hoy, en una camisa de fuerza. Se nos pide que veamos en la
clase obrera al «agente» del cambio revolucionario, cuando vemos que el
capitalismo produce contradicciones, y agentes revolucionarios, virtualmente en
todos los estratos de la sociedad, particularmente dentro de la juventud. Se
nos dice que debe guiar nuestras tácticas el concepto de una «crisis económica
crónica», a pesar de que no ha habido tal crisis durante los últimos treinta
años.[8] Se espera de nosotros que aceptemos la «dictadura del
proletariado» —un largo «período de transición» destinado no sólo a suprimir a
los contrarrevolucionarios sino también a desarrollar una tecnología de
abundancia— en momentos en que dicha tecnología está, ya, al alcance de la
mano. Se nos propone orientar nuestra «estrategia» y nuestra «táctica» en
función de la pobreza y la miseria material en una época en que el sentimiento
revolucionario se origina en la banalidad de la vida bajo condiciones de
abundancia material. Se nos pide que formemos partidos políticos,
organizaciones centralizadas, jerarquías y élites «revolucionarias» y un nuevo
Estado, en plena decadencia de las instituciones políticas como tales, cuando
la centralización, el elitismo y el estado son puestos en tela de juicio a una
escala desconocida en la historia de la sociedad jerarquizada.
Se
nos propone, en pocas palabras, que volvamos al pasado, que nos encojamos en
lugar de crecer, que forcemos la impetuosa realidad de nuestro tiempo, con sus
promesas y esperanzas, y para avenirla a los prejuicios exangües de un tiempo
que ya pasó. Se pretende que operemos con principios que están superados, no
sólo en el plano teórico sino en términos del propio desarrollo social. La
Historia no se ha paralizado con la muerte de Marx, Engels, Lenin y Trotsky;
tampoco ha evolucionado en la dirección simplista que pronosticaron estos
pensadores, brillantes, sí, pero cuyas mentes tenían las raíces en el siglo
diecinueve o en los albores del veinte. Hemos visto al propio capitalismo
realizar muchas de las tareas (incluyendo el desarrollo de una tecnología de
abundancia) que se consideraban socialistas; lo hemos visto «nacionalizar» la
propiedad, armonizando la propiedad con el estado allí donde fuera necesario.
Hemos visto a la clase obrera neutralizada en tanto que «agente del cambio
revolucionario», embebida todavía en una lucha dentro del marco «burgués» por
mejoras salariales, menos horas de trabajo y participación en los beneficios.
La lucha de clases en el sentido clásico no ha desaparecido;
peor aún, ha sido asimilada por el capitalismo. La lucha revolucionaria en los
países capitalistas avanzados ha pasado a un plano históricamente nuevo: se ha
convertido en la batalla de una generación juvenil que no ha conocido crisis
crónicas de la economía, contra la cultura, los valores e instituciones de la generación
mayor, conservadora, cuya visión de la vida fue tallada por la escasez, el
sentimiento de culpa, la privación, la ética del trabajo y la búsqueda de la
seguridad material. Nuestros enemigos no son solamente la burguesía,
visiblemente atrincherada, y el aparato estatal, sino también la concepción que
sustentan liberales, socialdemócratas, instrumentadores de los corruptos medios
de masas, partidos «revolucionarios» del pasado y, aunque resulte doloroso para
los acólitos del marxismo, obreros dominados por la jerarquía fabril, la rutina
industrial y la ética del trabajo. El caso es que, ahora, las divisiones cortan
al través todas las líneas clasistas tradicionales, trazando un espectro de
problemas que ninguno de los marxistas pudo imaginar, basándose en las
sociedades de la escasez.
El
mito del proletariado
Hagamos
a un lado todos los residuos ideológicos del pasado para entrar de lleno en las
raíces teóricas del problema. La máxima contribución de Marx al pensamiento
revolucionario es su dialéctica del desarrollo social. Marx esclareció el gran
movimiento desde el comunismo primitivo, a través de la propiedad privada,
hacia la forma superior del comunismo: una sociedad comunal basada en una
tecnología liberadora. Según Marx, durante este movimiento el hombre pasa por
la dominación de la naturaleza[9] y por la dominación social. Dentro de
esta dialéctica mayor, Marx examina la dialéctica específica del capitalismo,
sistema social que constituye el último «estadio» histórico de la dominación
del hombre por el hombre. En este punto, Marx no sólo hace una profunda
aportación al pensamiento revolucionario contemporáneo (especialmente por su
brillante análisis de la mercancía) sino que también exhibe las limitaciones de
tiempo y lugar que tan decisivas resultan desde nuestra perspectiva.
La
más seria de estas limitaciones se presenta cuando Marx intenta explicar la
transición del capitalismo al socialismo, de la sociedad de clases a la
sociedad sin clases. Es de vital importancia que tengamos presente que toda
esta explicación fue elaborada por analogía con la transición del feudalismo al
capitalismo, esto es, de una sociedad de clases a otra sociedad de
clases, de un sistema de apropiación a otro. En consecuencia, señala Marx
que, así como la burguesía se desarrolló dentro del feudalismo como producto de
la contradicción entre ciudad y campo (más precisamente, entre artesanado y agricultura)
el moderno proletariado se desarrollaría dentro del capitalismo al compás del
avance de la tecnología industrial. Ambas clases, según se afirma, desarrollan
sus propios intereses sociales: estos intereses son, ciertamente,
revolucionarios, y los proyectan contra la vieja sociedad en la cual se
originaron. Si la burguesía obtuvo el control de la vicia económica mucho antes
de derrocar a la sociedad feudal, el proletariado conquista su propio poder
revolucionario gracias a un sistema fabril que lo «disciplina, unifica y
organiza».[10] En ambos casos, el desarrollo de las fuerzas productivas se
hace incompatible con el sistema tradicional de relaciones sociales. Una nueva
sociedad reemplaza a la vieja.
He
aquí la pregunta crítica: ¿Podemos explicar la transición de una sociedad
clasista a una sociedad sin clases por medio de la misma dialéctica que
aplicamos a la etapa de transición entre dos sociedades de clases? No se trata
de un problema académico ni de una especulación en torno a abstracciones
lógicas, sino de un interrogante concreto y real de nuestro tiempo. Hay
profundas diferencias entre el desarrollo de la burguesía bajo el feudalismo y
el del proletariado bajo el capitalismo, que Marx no supo anticipar o no pudo
ver con claridad. La burguesía había logrado controlar la actividad económica
mucho antes de tomar el poder; antes de asumir el dominio político se instaló
como clase dominante, material, cultural e ideológicamente. El proletariado, en
cambio, no controla la vida económica. A pesar de su papel indispensable dentro
del proceso industrial, la clase obrera ni siquiera es mayoría en la población,
y su estratégica posición dentro de la economía sufre, hoy día, la erosión de
la cibernética y otros progresos tecnológicos.[11] De aquí que, para el
proletariado, suponga un acto de elevada conciencia social, utilizar su poder
para producir una revolución. Hasta ahora, esta toma de conciencia se ha visto
bloqueada por el hecho de que el medio fabril es uno de los reductos mejor
atrincherados de la ética del trabajo, los sistemas jerarquizados de
administración y la obediencia a los líderes; en tiempos recientes se ha
volcado a la producción de mercancías superfinas y armamentos. La fábrica no
sólo se cuida de «disciplinar», «unificar» y «organizar» a los trabajadores,
sino que además lo hace en una forma acabadamente burguesa. En el medio fabril
la producción capitalista no sólo renueva, diariamente, las relaciones sociales
del capitalismo, como observaba Marx, sino que también renueva la psique, los
valores y la ideología del capitalismo.
Marx
percibía este hecho en grado suficiente como para buscar razones más
consistentes que la mera explotación, o los conflictos sobre horarios y
jornales, como impelentes del proletariado hacia la acción revolucionaria. En
su teoría general de la acumulación del capital trató de delinear las leyes
objetivas e insalvables que lanzarían al proletariado a la acción
revolucionaria. Así fue como elaboró su famosa teoría de la pauperización: la
competencia entre capitalistas los obliga a reducir progresivamente los
precios, y esto a su vez supone una merma continua en los salarios con el
consiguiente y absoluto empobrecimiento de los trabajadores. El proletariado se
ve empujado a la revuelta porque, con el proceso de competencia y
centralización del capital, «crece la masa de miseria, opresión, esclavitud y
degradación».[12]
Pero
el capitalismo no se ha aquietado desde los días de Marx. Este escribió sus
obras a mediados del siglo diecinueve: no podía esperarse que captara todas las
implicaciones de sus propias observaciones sobre la centralización del capital
y el desarrollo de la tecnología. No podía exigírsele que previera las
proyecciones del capitalismo, no sólo desde el mercantilismo hasta la forma
industrial que predominaba en su época —desde los monopolios comerciales
apoyados por el estado hasta las unidades industriales altamente competitivas—
sino también hacia un retorno a los orígenes mercantilistas, asociado a la
centralización del capital y reasumiendo la forma monopólica semi-estatal en un
nivel superior. La economía tiende a combinarse con el estado y el capitalismo
comienza a «planificar» su desarrollo, en lugar de dejarlo exclusivamente
librado al interjuego de la concurrencia y las fuerzas del mercado. No cabe
duda de que el sistema no ha abolido la lucha de clases tradicional, pero se
cuida bien de contenerla, sirviéndose de sus inmensos recursos tecnológicos
para atraerse a los sectores más estratégicos de la clase obrera.
Así
se despoja a la teoría de la pauperización de todo su peso y, en los Estados
Unidos, la lucha de clases tradicional no deviene guerra clasista. Se mantiene
íntegramente dentro de los límites burgueses. El marxismo se convierte, de
hecho, en una ideología. Es asimilado por las formas más avanzadas del
capitalismo de Estado: notoriamente, por Rusia. En una increíble ironía de la
historia, el «socialismo» marxista acaba por convertirse, en gran medida, en el
propio capitalismo de Estado que Marx no supo anticipar con su dialéctica del
capitalismo.[13] El proletariado, en lugar de transformarse en clase
revolucionaria en el seno del capitalismo, actúa como un órgano más en el
cuerpo de la sociedad burguesa.
A
esta altura de la historia, debemos preguntarnos si una revolución social que
pretende instaurar una sociedad sin clases puede surgir de un conflicto entre
las clases tradicionales de una sociedad clasista, o si ese tipo de revolución
social sólo ha de sobrevenir a la descomposición de las clases tradicionales, a
través de la emergencia de una «clase» completamente nueva, cuya propia
esencia reside en que no es una clase, sino un estrato revolucionario en
crecimiento. Para responder a este interrogante, será provechoso volver a la
dialéctica general que Marx concibió para la sociedad humana en su conjunto,
sin referirnos al modelo que extrajo del pasaje de la sociedad feudal al
capitalismo. Así como los clanes y linajes primitivos comenzaron a
diferenciarse en clases, existe actualmente una tendencia a que las clases se
descompongan en subculturas totalmente nuevas, que recuerdan a las formas
precapitalistas de relación social. Pero ya no se trata de grupos económicos;
de hecho, expresan la tendencia del desarrollo social, que comienza a
trascender las categorías económicas propias de la civilización de la escasez.
Estos grupos constituyen, en la práctica, una prefiguración ambigua e
incipiente del desplazamiento de la sociedad, desde la escasez hacia la
abundancia.
Es
necesario que se comprenda el proceso de descomposición de clases en todas sus
dimensiones. Destaquemos el término «proceso»: las clases tradicionales no
desaparecen, ni tampoco —por otra parte— la propia lucha de clases. Sólo una
revolución social podría suprimir la estructura de dominio clasista y los
conflictos que genera. El problema radica en que la lucha tradicional de clases
pierde sus connotaciones revolucionarias; se revela como fisiología de la sociedad
establecida, y no como los dolores de un trabajo de parto. En
realidad, la lucha de clases en su forma tradicional estabiliza a la sociedad
capitalista, «corrigiendo» sus abusos: salarios, horas de trabajo,
inflación, nivel de empleo, etc. En la sociedad capitalista, los sindicatos se
convierten en «contra-monopolios» de los monopolios industriales,
incorporándose a la economía neomercantil estatificada. Existen conflictos más
o menos agudos dentro de esta estructura, pero, en su conjunto, los sindicatos
sirven al sistema y favorecen su perpetuación.
Reforzar
esta estructura de clases parloteando sobre el «papel de la clase obrera»,
reforzar la lucha tradicional de clases adjudicándole un supuesto contenido
«revolucionario», infectar con «obreritis» al nuevo movimiento revolucionario
de nuestro tiempo es reaccionario hasta la médula. ¿Hasta cuándo
habrá que recordar a los doctrinarios marxistas que la historia de la lucha de
clases es la historia de una enfermedad, de las heridas abiertas por la famosa
«cuestión social», por el desarrollo unilateral del hombre, en su intento de
dominar a la naturaleza por medio del dominio del prójimo? Si el subproducto de
esta enfermedad ha sido el desarrollo tecnológico, sus productos principales
han sido la represión, un terrible derramamiento de sangre y una distorsión
feroz de la psique humana.
Próximo
el fin de la enfermedad, cicatrizadas ya algunas de las heridas, el proceso
comienza a desplegarse hacia la totalidad; el contenido revolucionario de
la lucha tradicional de clases ya no existe ni como elaboración teórica ni como
realidad social. El proceso de descomposición no sólo abarca la estructura
tradicional de clases, sino también la familia patriarcal, los regímenes
autoritarios de educación y crianza, las instituciones y las costumbres basadas
en el esfuerzo, el renunciamiento, la culpa y la represión sexual. El
proceso de desintegración, en pocas palabras, se ha generalizado, atravesando
virtualmente todas las clases tradicionales, sus valores e instituciones. Ha
creado formas de lucha, pautas organizativas y reivindicaciones totalmente
nuevas: reclama un concepto absolutamente nuevo en la teoría y la praxis.
¿Qué
significa esto, concretamente? Comparemos dos concepciones, la marxista y la
revolucionaria. El teórico marxista nos propondrá un acercamiento al obrero —o,
mejor aún, «entrar» en la fábrica— para hacer «proselitismo» entre los obreros
con preferencia a cualquier otro grupo social. ¿El propósito? Dotar al
trabajador de una «conciencia de clase». En la vieja izquierda más
neanderthaliana, esto implica cortarse el pelo, ataviarse con ropas
convencionales, dejar la grifa por los cigarrillos y la cerveza, bailar a la
vieja usanza, adoptar maneras «rudas» y desarrollar un estilo pomposo, pesado y
desprovisto de sentido del humor.
En
otras palabras, uno se convierte en la peor caricatura del obrero: no ya un
«pequeño burgués degenerado» sino un degenerado burgués. Uno imita
al obrero, que, a su vez, imita a sus patrones. Esta metamorfosis del
estudiante en «obrero» encierra un pervertido cinismo. Se intenta utilizar la
disciplina inculcada al trabajador por el medio fabril para someterlo a la del
partido. Se utiliza el respeto del obrero por la jerarquía industrial para
acoplarlo a la jerarquía de partido. Esta desagradable faena, que en caso de
tener éxito sólo conduciría al reemplazo de una jerarquía por otra, la realiza
uno a costa de simular que le preocupan los problemas económicos que cada día
sufre el trabajador. Hasta la teoría marxista se degrada conforme a esta imagen
empobrecida del obrero. (Véase cualquier ejemplo de Challenge,
el National Enquirer de la izquierda. Nada fastidia más a los
obreros que este tipo de literatura). Finalmente, el trabajador descubre que,
en su cotidiana lucha de clases, la burocracia sindical le ofrece mejores
resultados que la burocracia del partido marxista. Esto se evidenció tan
espectacularmente durante los años cuarenta que, sin mayor oposición por parte
de las bases, los sindicatos se permitieron expulsar en uno o dos años a
millares de «marxistas» que habían batallado por el movimiento obrero durante
más de una década, llegando en algunos casos a la conducción máxima de las
antiguas internacionales CIO.
El
obrero no se convierte en revolucionario acentuando su condición
de obrero, sino despojándose de ella. Y no es el único; lo mismo vale para el
granjero, el estudiante, el soldado, el burócrata, el empleado dependiente, el
profesional... y el marxista. El obrero no es menos «burgués» que el granjero,
estudiante, dependiente, soldado, burócrata, profesional o marxista. Su
condición obrera es la enfermedad que lo aqueja, el mal social proyectado a
dimensiones individuales. Lenin tenía esto claro en ¿Qué hacer?,
pero lo camufló para la vieja jerarquía con una bandera roja y alguna verborrea
revolucionaria. El obrero comienza a transformarse en revolucionario cuando
reniega de su «condición obrera», cuando comienza a detestar su situación de
clase aquí y ahora, cuando se despoja de las características que más le alaban
los marxistas: su ética de trabajo, su estructura mental derivada de la
disciplina industrial, su respeto por la jerarquía, su obediencia a los
líderes, su consumismo, sus vestigios puritanos. En este sentido, el obrero se
convierte en revolucionario en la medida en que abandona su status de
clase y desarrolla una conciencia desclasada. Degenera, y lo hace
maravillosamente. Está rompiendo, precisamente, con las cadenas clasistas que
lo ligan a todos los sistemas de dominación. Se aparta de los
intereses de clase que lo esclavizan en función del consumo, de las barriadas
suburbanas y de una concepción contable de la vida.[14]
El
fenómeno más prometedor en las fábricas de la actualidad es la aparición de
jóvenes trabajadores que llevan el pelo largo, exigen más tiempo libre en lugar
de más paga, se insubordinan contra todas las figuras autoritarias, pierden y
recobran constantemente sus empleos, que por otra parte les importan un comino,
van en motocicleta y contagian a sus compañeros. Aún más auspiciosa es la
emergencia de este tipo humano en escuelas de comercio y colegios medios,
reserva de la clase trabajadora industrial del futuro. En la medida en que
obreros, estudiantes vocacionales y colegiales liguen sus estilos de vida a los
distintos aspectos de la cultura juvenil, el proletariado dejará de ser una
fuerza favorable a la conservación de lo establecido para convertirse en una
fuerza creadora.
Una
situación cualitativamente nueva emerge cuando el hombre se enfrenta a la
transformación de la sociedad represiva de clases, basada en la escasez
material, en una sociedad sin clases, liberadora, basada en la abundancia
material. Un nuevo tipo humano, cada vez más numeroso, surge de la
descomposición de la estructura clasista tradicional: el revolucionario.
Este revolucionario comienza a desafiar no sólo las premisas económicas y
políticas de la sociedad jerarquizada, sino también a la jerarquía como tal. No
sólo proclama la necesidad de una revolución social sino que también trata
de vivir de un modo revolucionario en la medida en que esto es
posible dentro de la sociedad actual.[15] No sólo ataca las formas
heredadas de la dominación sino que, a la vez, improvisa nuevas formas de
liberación que toman su poesía del futuro.
Esta
preparación para el futuro, esta experimentación con las formas liberadoras de
relación social post-escasez, podrían ser ilusorias si el futuro no nos
deparara más que la substitución de una sociedad clasista por otra; pero
resultan imprescindibles si lo que nos espera es una sociedad sin clases,
edificada sobre las ruinas de la sociedad clasista. ¿Cuál
será, entonces, el «agente» del cambio revolucionario? Será, literalmente, la
gran mayoría de la sociedad, proveniente de todas las clases sociales
tradicionales y fundida en una común fuerza revolucionaria por la
descomposición de las instituciones, formas sociales, valores y estilos de vida
de la clase dominante. Típicamente, sus elementos más avanzados son los
jóvenes: la generación que no ha conocido las crisis crónicas de la economía capitalista
y cuya orientación se aleja cada vez más del mito de la seguridad material, tan
difundido en la generación de los años treinta.
Descartando
los manuales tácticos del pasado, la revolución del futuro sigue el camino del
menor esfuerzo, devorando las distancias que la separan de las áreas más
sensibles de la población, sin reparar en su «posición de clase». Se nutre
de todas las contradicciones de la sociedad burguesa, no sólo
de las contradicciones de 1860 y 1917. De aquí que atraiga a todos aquellos que
sienten la carga de la explotación, la pobreza, el racismo, el imperialismo y
también a quienes ven sus vidas frustradas por el consumismo, la rutina
suburbana, los medios de comunicación de masas, la escuela, los supermercados y
el sistema de represión sexual. La forma de la revolución resulta, así, tan
total como su contenido: sin clases, sin apropiación, sin jerarquía y totalmente liberadora.
Obstruir
este proceso revolucionario con las manidas recetas del marxismo, parlotear
sobre «lucha de clases» o «el papel de la clase obrera» implica una subversión
del presente y el futuro en beneficio del pasado. Anteponer una ideología
esterilizante a base de divagaciones sobre los «cuadros», el «partido de
vanguardia», el «centralismo democrático» y la «dictadura del proletariado» es
pura contrarrevolución. A este problema de la «cuestión organizativa» —vital
contribución del leninismo al marxismo— debemos dedicar, ahora, alguna
atención.
El
mito del partido
No
son los partidos, grupos y cuadros quienes realizan las revoluciones sociales:
éstas ocurren como resultado de fuerzas históricas profundamente asentadas, y
contradicciones que movilizan a grandes sectores de la población. No
sobrevienen sólo porque las «masas» encuentran intolerable a la sociedad existente
(como decía Trotsky) sino también a causa de la tensión entre lo real y lo
posible, entre lo-que-es y lo-que-podría-ser. La miseria más abyecta no produce
revoluciones, por sí sola; más bien suele engendrar una profunda
desmoralización, o, peor aún, una lucha personal por la supervivencia.
La
Revolución Rusa de 1917 pesa sobre la conciencia de sus supervivientes como una
pesadilla porque fue, básicamente, el producto de una «situación intolerable»,
de una devastadora guerra imperialista. Todos sus sueños fueron virtualmente
destruidos por una guerra civil aún más sangrienta, por el hambre y la
traición. Lo que resultó de la revolución no fueron las ruinas de la vieja
sociedad sino las de todas las esperanzas de construir una nueva sociedad. La
Revolución Rusa fracasó penosamente; reemplazó el zarismo por el capitalismo de
Estado.[16] Los bolcheviques fueron trágicas víctimas de su propia
ideología y pagaron con sus vidas, en gran número, a lo largo de las purgas de
los años treinta. Es ridículo pretender extraer de esta revolución en la
escasez las normas de una sabiduría única. Lo que podemos aprender de las
revoluciones del pasado es lo que todas las revoluciones tienen en común, y sus
profundas limitaciones en comparación con las enormes posibilidades que
actualmente se nos presentan.
La
característica más llamativa de las revoluciones conocidas radica en lo
espontáneo de sus comienzos. Si examinamos la fase inicial de la Revolución
Francesa de 1789, las de 1848, la Comuna de París, la Revolución de 1905 en
Rusia, el derrocamiento del zar en 1917, la revolución húngara de 1956 o la
huelga general de 1968 en Francia, observaremos que, en términos generales,
todos estos fenómenos comenzaron del mismo modo: un período de fermentación
culminando, espontáneamente, con un alzamiento de las masas. El éxito o fracaso
de este alzamiento depende de su decisión y de que las tropas carguen —o no—
contra el pueblo.
El
«glorioso partido», cuando existe, marcha casi invariablemente a la zaga de los
acontecimientos. En febrero de 1917, la organización bolchevique de Petrogrado
se opuso a las huelgas, precisamente en vísperas de la revolución que acabaría
por derrocar a los zares. Afortunadamente, los obreros ignoraron las
«directivas» bolcheviques y fueron a la huelga. Durante los hechos que
siguieron, nadie se vio más sorprendido por la revolución que los partidos
«revolucionarios», bolcheviques incluidos. Recuerda el dirigente bolchevique
Kayurov: «No hubo, absolutamente, iniciativas directrices del partido... el comité
de Petrogrado había sido arrestado, y el representante del Comité Central,
camarada Shliapnikov, no estaba en condiciones de emitir directivas para el día
siguiente».[17] Tal vez fue un hecho afortunado. Antes del arresto del
comité de Petrogrado, su evaluación de la situación y de su propio papel había
sido tan débil que, si los obreros hubieran seguido sus indicaciones, es
probable que la revolución no hubiera estallado en aquel momento.
Cosas
parecidas pueden decirse de los alzamientos que precedieron al de 1917, y de
los que le siguieron, por ejemplo la huelga general, de mayo y junio de 1968,
en Francia, para citar sólo el caso más reciente. Existe una tendencia a
olvidar convenientemente el hecho de que había cerca de una docena de
organizaciones de tipo bolchevique, «estrechamente centralizadas», en París,
por aquellos días. Rara vez se menciona que prácticamente todos estos grupos de
«vanguardia» desdeñaron la movilización estudiantil hasta el 7 de mayo, cuando
la lucha callejera adquirió sus contornos más agudos. La trotskista Jeunesse
Communiste Révolutionnaire fue una notable excepción, y se limitó a
acompañar el proceso, siguiendo básicamente las iniciativas del Movimiento 22
de Marzo.[18] Antes del 7 de mayo, todos los grupos maoístas criticaban al
alzamiento estudiantil, calificándolo de periférico e insignificante; la
también trotskista Fédération des Etudiants Révolutionnaires lo
consideraba «aventurero» y trató de que los estudiantes abandonaran las
barricadas, el 10 de mayo; el Partido Comunista jugó, como es natural, un papel
totalmente traidor. Lejos de conducir el movimiento popular, los maoístas y
trotskistas fueron sus cautivos. La mayor parte de estos grupos bolcheviques
utilizó desvergonzadas técnicas manipuladoras durante la asamblea estudiantil
de la Sorbona para tratar de «controlarla», creando una atmósfera tensa que
desmoralizó a todo el cuerpo. Finalmente, para completar esta ironía, todos los
grupos bolcheviques rompieron a parlotear sobre la necesidad de una «vanguardia
centralizada» ante el colapso del movimiento popular, que había surgido a pesar
de sus directivas y, a menudo, contrariándolas.
Las
revoluciones y los alzamientos dignos de mención no sólo tienen una fase
inicial magníficamente anárquica, sino que también tienden a crear sus
propias modalidades de autogobierno revolucionario. Las secciones parisinas
de 1793-94 fueron las formas de autogobierno más notables de todas las
revoluciones sociales de la historia.[19] Los consejos o «soviets»
instaurados por los obreros de Petrogrado en 1905 eran formalmente más
convencionales. Aunque menos democráticos que las secciones, estos consejos
habrían de reaparecer en muchas revoluciones posteriores.
A
esta altura debiéramos preguntarnos cuál es el rol que juega el partido «revolucionario»
en todos estos movimientos. Al principio, como acabamos de ver, tiende a servir
una función inhibitoria y no a ocupar la «vanguardia». Allí donde ejerce alguna
influencia, tiende a desacelerar el rumbo de los acontecimientos, y no a
«coordinar» las fuerzas revolucionarias. Esto no es accidental. El partido está
estructurado conforme a líneas jerárquicas que reflejan a la misma
sociedad, que se pretende combatir.
A
pesar de sus pretensiones teóricas, es un organismo burgués, un Estado en
miniatura con un aparato y unos cuadros cuya función es tomar el
poder, y no disolverlo. Arraigado en el período prerrevolucionario, asimila
todas las formas, técnicas y mecanismos mentales de la burocracia. Sus miembros
son adoctrinados en la obediencia y los prejuicios de un dogma rígido, y se les
enseña a reverenciar a la autoridad de los líderes. El dirigente del partido, a
su vez, recibe una formación compuesta de hábitos que están asociados al
comando, la autoridad, la manipulación y la egomanía. Esta situación se agrava
cuando el partido interviene en elecciones parlamentarias. Durante las campañas
electorales, el partido de vanguardia se amolda totalmente a las formas
burguesas convencionales y adquiere, incluso, la parafernalia de los partidos
electorales. La situación cobra dimensiones auténticamente críticas cuando el
partido recurre a la gran prensa, a costosos locales, a cadenas periodísticas
controladas y desarrolla un «aparato» profesional; una burocracia, en una
palabra, con velados intereses materiales.
Con
la expansión del partido, aumenta invariablemente la distancia entre los
dirigentes y las bases. Sus líderes, convertidos en «personalidades», pierden
contacto con las condiciones de vida de la masa. Los grupos locales, que
conocen mejor su propia situación que cualquier líder remoto, son obligados a
subordinar sus puntos de vista a las directivas emanadas de lo alto. La
dirección, a falta de todo conocimiento directo de los problemas locales, actúa
con prudencia y moderación. Aunque suelen aducirse justificaciones a base de
una «visión más amplia» y de una mayor «competencia teórica», la idoneidad de
los dirigentes tiende a disminuir a medida que asciende la jerarquía del
comando. Cuanto más nos aproximarnos al nivel donde se formulan las decisiones
concretas, tanto más conservador es el proceso de elaboración de las
decisiones, tanto más burocráticos y exteriores los factores en juego, tanto
más reemplazan el prestigio y la antigüedad a la creatividad, la imaginación y
la entrega desinteresada a los objetivos revolucionarios.
El
partido pierde eficacia, desde un punto de vista revolucionario, cuando la
busca a través de la jerarquía, los cuadros y la centralización. Aunque todo y
todos están en su lugar, las órdenes suelen resultar erróneas, especialmente
cuando los acontecimientos se desarrollan con rapidez y toman cursos
inesperados, como ocurre en todas las revoluciones. El partido sólo es
eficiente en la tarea de amoldar la sociedad a su propia imagen jerárquica,
cuando triunfa la revolución. Regenera la burocracia, la centralización y el
Estado. Redobla la burocracia, la centralización y el Estado.
Ampara
las condiciones sociales creadas por este tipo de sociedad. En lugar de
«suprimirlas», el Estado controlado por el «glorioso partido» preserva las
condiciones que hacen «necesaria» la existencia del Estado, y la de un partido
que lo «guarde».
Por
otro lado, este tipo de partido es extremadamente vulnerable durante los
períodos de represión. La burguesía no tiene más que echar mano a sus
dirigentes para inmovilizar a todo el movimiento. Con sus líderes presos u
ocultos, el partido se paraliza; los disciplinados militantes no tienen a quién
obedecer y tienden a disgregarse. Cunde la desmoralización. El partido se
descompone no sólo debido a la atmósfera represiva sino también a su indigencia
en materia de recursos internos.
La
descripción que acabo de reseñar no es una serie de inferencias hipotéticas
sino un esbozo compuesto por las características de todos los partidos
marxistas de masas del último siglo: los socialdemócratas, los comunistas y el
partido trotskista de Ceylán, que es el único de masas en su tipo. Pretender
que estos partidos fracasaron porque no tomaron en serio sus principios
marxistas equivale a soslayar otra pregunta: ¿A qué se debió, en principio,
esta incapacidad? El hecho es que estos partidos fueron asimilados por la
sociedad burguesa porque estaban estructurados según lineamientos burgueses. El
germen de la traición estaba en ellos desde su nacimiento.
El
Partido Bolchevique eludió esta suerte entre 1904 y 1917 por una sola razón:
durante casi todos los años anteriores a la revolución, fue una organización
ilegal. El partido fue reiteradamente desintegrado y reconstituido, con el
resultado de que, hasta la toma del poder, no llegó a organizarse como máquina
plenamente centralizada, burocrática y jerárquica. Además, estaba dividido en
facciones; una atmósfera intensamente facciosa persistió durante todo 1917 y
hasta la guerra civil. A pesar de todo, la dirección bolchevique era
extremadamente conservadora, rasgo que Lenin se vio obligado a combatir en
1917: primero, con sus esfuerzos para orientar al Comité Central contra el
gobierno provisional (el famoso conflicto en torno a las «Tesis de Abril») y
luego, en octubre, llevando al Comité Central a la insurrección. En ambos
casos, amenazó con renunciar al Comité Central y presentar sus puntos de vista
a los «cuadros de base del partido».
En
1918, las disputas facciosas sobre el problema del tratado de Brest-Litovsk se
tornaron tan serias que los bolcheviques estuvieron a punto de dividirse en dos
partidos comunistas enemigos. Los grupos bolcheviques de oposición, como los
centralistas democráticos y la Oposición Obrera, libraron amargas batallas
dentro del partido durante 1919 y 1920, para no mencionar los movimientos
opositores que se desarrollaron dentro del Ejército Rojo a causa de las
inclinaciones centralizadoras de Trotsky. La centralización total del partido
bolchevique —luego recibió el nombre de «unidad leninista»— no se produjo hasta
1921, cuando Lenin logró que el Décimo Congreso del Partido proscribiera las
facciones. Para esas fechas, la mayoría de la Guardia Blanca había sido
aplastada, y los intervencionistas extranjeros habían retirado sus tropas de
Rusia.
Jamás
insistiremos demasiado en la observación de que los bolcheviques centralizaron
el partido hasta el punto de aislarse de la clase obrera. Este fenómeno ha sido
poco investigado en los círculos leninistas de la actualidad, aunque Lenin, en
su momento, tuvo la honestidad de admitirlo. La historia de la Revolución Rusa
no es sólo la historia del Partido Bolchevique y sus acólitos. Bajo el flujo de
los acontecimientos oficiales que describen los historiadores soviéticos,
transcurría otro fenómeno, más profundo; la espontánea movilización de los
obreros y campesinos revolucionarios, que luego chocaría violentamente, contra la
política burocrática de los bolcheviques. Con el derrocamiento del zar, en
febrero de 1917, los trabajadores de casi todas las fábricas de Rusia
establecieron espontáneamente sus comités de fábrica. En junio de 1917, tuvo
lugar en Petrogrado una conferencia de comités de fábrica de todas las Rusias,
que proclamó la necesidad de «un amplio control de la producción y la
distribución por los trabajadores». Rara vez se mencionan estas exigencias en
los relatos leninistas de la Revolución Rusa, a pesar de que la conferencia se
asoció a la línea bolchevique. Trotsky, que describe los comités de fábrica
como «la representación más directa e indudable del proletariado en todo el
país», sólo trata ocasionalmente el tema en los tres volúmenes de su historia
de la revolución. Sin embargo, tan importantes eran estos organismos
espontáneos de autogobierno que Lenin, cuando desesperaba de obtener el control
de los soviets en el verano de 1917, se preparó a lanzar la consigna de «todo
el poder a los comités de fábrica» en lugar de «todo el poder a los soviets».
Esta proclama hubiera catapultado a los bolcheviques hacia una posición por
completo anarco-sindicalista, aunque es dudoso que la hubieran conservado por
mucho tiempo.
Con
la Revolución de Octubre, todos los comités de fábrica tomaron el control de
las plantas productivas, expulsando a la burguesía y dominando por completo el
funcionamiento industrial. Al aceptar el concepto del control obrero con su
famoso decreto del 14 de noviembre de 1917, Lenin no hizo más que reconocer un
hecho consumado. Los bolcheviques no se atrevieron a oponerse a los
trabajadores en aquellos comienzos; prefirieron desgastar el poder de los
comités de fábrica. En enero de 1918, dos meses escasos después de «decretar»
el control obrero de la producción, Lenin comenzó a abogar por que la
administración de las fábricas fuera encargada a los sindicatos. La historia de
que los bolcheviques experimentaron «pacientemente» con el control obrero,
encontrándolo en definitiva «caótico» o «ineficiente», es un mito. Su
«paciencia» no duró más que unas pocas semanas, Lenin no sólo suprimió el
control obrero directo en el término de unas semanas, a partir del decreto del
14 de noviembre, sino que hasta el control por los sindicatos tuvo vida corta.
Hacia el verano de 1918, casi toda la industria rusa se regía por formas de
administración burguesa. Como decía Lenin: «la revolución exige... precisamente
en interés del socialismo, que las masas obedezcan sin objeciones las
directivas únicas de los líderes del proceso productivo».[20] De aquí en
adelante, se condena al control obrero de la producción no sólo por
«ineficiente», «caótico» y «poco práctico» sino también por ¡«pequeño burgués»!
El
comunista de izquierdas Osinsky censuró amargamente todos estos conceptos
espurios, advirtiendo al partido que «el socialismo y la organización
socialista serán edificados por el proletariado mismo, o no lo serán en
absoluto; se estará edificando otra cosa; el capitalismo de
Estado».[21] En «interés del socialismo», el Partido Bolchevique apartó al
proletariado de todos los terrenos que había conquistado por su propio esfuerzo
e iniciativa propia. El partido no coordinó la revolución, ni siquiera la
dirigió; la dominó. Primero el control obrero, y luego el control sindical, fueron
reemplazados por una elaborada jerarquía, tan monstruosa como cualquier
estructura de los tiempos prerrevolucionarios. Como se vería en años
posteriores, la profecía de Osinsky se había vuelto realidad.
El
problema de «quién debe prevalecer» —los bolcheviques o las «masas» de Rusia—
no se limitaba, en modo alguno, a las fábricas. Una turbulenta guerra campesina
había rebasado al movimiento obrero. A pesar de lo que rezan los relatos
leninistas oficiales, el alzamiento agrario no consistía en una mera redistribución
de la tierra en parcelas privadas. En Ucrania, campesinos inspirados por las
milicias anarquistas de Néstor Makhno y guiados por la máxima comunista de
«tomar de cada uno de acuerdo a su capacidad; darle de acuerdo a sus
necesidades» establecieron un sinnúmero de comunas rurales. Por todas partes,
en el norte y en el Asia soviética, emergieron varios miles de estos
organismos, en parte por iniciativa de la izquierda socialrevolucionaria y en
gran medida como resultado de los tradicionales impulsos colectivistas que
provenían de la aldea rusa, o mir. Poco importa que estas comunas
fueran numerosas o que agruparan a grandes cantidades de campesinos; el hecho
es que se trataba de auténticos organismos populares, núcleos de un espíritu
moral y social que se alzaba muy por encima de los valores deshumanizados de la
sociedad burguesa.
Los
bolcheviques temieron a estos organismos desde el principio, y finalmente los
condenaron. Para Lenin, la forma superior y más «socialista» de empresa
agrícola estaba representada por la granja del Estado: una fábrica agraria en
la cual tanto la tierra como el equipo de labranza eran de propiedad estatal, y
el Estado nombraba administradores que contrataban campesinos según un régimen
de jornales. En estas actitudes hacia el control obrero y las
comunas agrícolas se advierte el espíritu y la mentalidad esencialmente
burguesas de que estaba impregnado el Partido Bolchevique, que no sólo emanaban
de sus teorías, sino también de su tipo de organización. En diciembre de 1918,
Lenin se lanzó contra las comunas con el pretexto de que se «obligaba» a los
campesinos a incorporarse a ellas. En realidad, poca o ninguna coacción se
utilizaba para organizar estas formas comunitarias de autogobierno. Robert G.
Wesson, que estudió en detalle las comunas soviéticas, concluye; «Quienes
entraban a las comunas debían hacerlo, fundamentalmente, por su propia
voluntad».[22] Las comunas no fueron suprimidas, pero se desalentó su
crecimiento hasta que Stalin subsumió todo el movimiento en las medidas de
colectivización forzosa de finales de la década del veinte y comienzos de la
del treinta.
Hacia
1920, los bolcheviques se habían aislado de la clase obrera rusa y el
campesinado. La eliminación del control obrero, la supresión de los makhnovistas,
una atmósfera política restrictiva en el campo, una burocracia agigantada y la
demoledora indigencia material heredada de los años de la guerra civil
originaron una profunda hostilidad popular contra el gobierno bolchevique. Con
el fin de la guerra, surgió de las profundidades de la sociedad rusa un
movimiento por la «tercera revolución»: no para restaurar el pasado, como
adujeron los bolcheviques, sino para realizar las mismas aspiraciones de
libertad económica y política que habían alineado a las masas tras el programa
bolchevique de 1917. El nuevo movimiento encontró su expresión más consciente
en el proletariado de Petrogrado y entre los marineros de Kronstadt. También
tuvo entusiastas dentro del partido: el crecimiento de las tendencias
anticentralistas y anarco-sindicalistas entre los bolcheviques llegó a tal
punto que un bloque de grupos opositores, de esta orientación, obtuvo 124
escaños en una conferencia provincial de Moscú, contra 154 para los partidarios
del Comité Central.
El
2 de marzo de 1921, los «marineros rojos» de Kronstadt se alzaron en abierta
rebelión, portaestandartes de una «Tercera Revolución de los Trabajadores». El
programa de Kronstadt exigía elecciones libres para los soviets, libertad de
prensa y de palabra para los partidos anarquistas y socialistas de izquierda,
sindicatos libres, y la liberación de todos los prisioneros afiliados a
partidos socialistas. Los bolcheviques inventaron las historias más
desvergonzadas para explicar este alzamiento: en años posteriores se ha reconocido
que no fueron más que mentiras. La revuelta fue descrita como un «complot de la
Guardia Blanca», a pesar de que la gran mayoría de los miembros del Partido
Comunista de Kronstadt se unió a los marineros —precisamente, como
comunistas— denunciando a los jefes del partido como traidores a la
Revolución de Octubre. Observa Vincent Daniels en su estudio de los movimientos
de oposición bolchevique: «Tan poco se podía confiar en los comunistas
ordinarios... que el gobierno no recurrió a ellos para el asalto de Kronstadt
ni para mantener el orden en Petrogrado, donde los de Kronstadt abrigaban
mayores esperanzas de encontrar apoyo. El cuerpo principal de tropas estaba
integrado por Chekistas y cadetes del Ejército Rojo. El asalto
final de Kronstadt fue dirigido por la alta oficialidad del Partido Comunista:
un gran grupo de delegados del Décimo Congreso del Partido fue enviado
precipitadamente desde Moscú, con este propósito».[23] El régimen sufría
una debilidad interna tan acusada que la élite tenía que realizar su propio
trabajo sucio.
Aún
más significativo que la revuelta de Kronstadt fue el movimiento huelguístico
de los obreros de Petrogrado. Los historiadores leninistas omiten este hecho de
importancia crítica. Las primeras huelgas estallaron en la fábrica
Troutbotchny, el 23 de febrero de 1921. En cuestión de días, el movimiento pasó
de una fábrica a otra, hasta que el 28 de febrero se declaró el paro en las
famosas obras de Putilov. No sólo se formulaban reivindicaciones económicas;
los obreros alzaron banderas definidamente políticas, anticipándose a todas las
exigencias que, pocos días después, proclamarían los marineros de Kronstadt. El
24 de febrero, los bolcheviques decretaron el «estado de sitio» en Petrogrado,
arrestando a los líderes de la huelga y reprimiendo las demostraciones obreras
con cadetes de la oficialidad. El hecho es que los bolcheviques no sólo
aplastaron un «motín de marineros»; reprimieron a la propia clase obrera. Fue
en este punto cuando Lenin exigió la supresión de las tendencias internas en el
Partido Comunista Ruso. La centralización del partido era completa: estaba
despejado el camino de Stalin.
Hemos
examinado minuciosamente estos acontecimientos porque nos llevan a una
conclusión soslayada por la última camada de marxistas-leninistas: el Partido
Bolchevique alcanzó su máximo grado de centralización en tiempos de
Lenin, no para realizar la revolución ni para suprimir la
contrarrevolución de la Guardia Blanca, sino para llevar a cabo su propia
contrarrevolución, oponiéndose a las fuerzas sociales que afirmaba estar
representando. Se prohibieron las tendencias internas, se creó un partido
monolítico, no para evitar una «restauración capitalista» sino para contener un
movimiento de masas obreras por la democracia soviética y la libertad social.
El Lenin de 1921 se volvía contra el de 1917.
De
aquí en adelante, Lenin, que, por encima de todas las cosas había luchado por
inscribir los problemas de su partido en el contexto de las contradicciones
sociales, se encontró jugando a las maniobras organizativas en un postrero
intento de detener la burocratización que él mismo había desencadenado. No hay
nada más patético y trágico que los últimos años de Lenin. Paralizado por un
cuerpo simplista de fórmulas marxistas, no logra idear mejores contramedidas
que las de tipo organizativo. Propone la formación de la Inspección Obrera y
Campesina para corregir deformaciones burocráticas en el partido y el Estado,
pero el nuevo organismo cae en manos de Stalin, tomando formas altamente
burocráticas. Lenin sugiere, entonces, que se reduzca el tamaño de la
Inspección Obrera y Campesina, integrándosela a la Comisión de control. Aboga
por la ampliación del Comité Central. Y en fin: este cuerpo debe ampliarse,
aquél debe integrarse con otro, un tercero debe ser modificado o suprimido. El
curioso ballet de las formas organizativas continúa, hasta su propia muerte,
como si el problema pudiera resolverse por medios organizativos. Como admite
Moisés Levin, notorio admirador de Lenin, el líder bolchevique «encaraba los
problemas de gobierno más bien como un jefe ejecutivo, con un criterio
estrictamente elitista. No aplicaba al gobierno sus métodos,
métodos de análisis social; se contentaba con una consideración en términos de
pura metodología organizativa».[24]
Si
es cierto que, en las revoluciones burguesas, las «frases se anteponían al
contenido», en la revolución bolchevique las formas sustituyeron al contenido.
Los soviets reemplazaron a los obreros y sus comités de fábrica, el partido a
los soviets, el Comité Central al Partido, y el Buró Político al Comité
Central. En otras palabras, los medios reemplazaron a los fines. Esta increíble
sustitución de forma por contenido es uno de los rasgos más característicos del
marxismo-leninismo, En Francia, durante los acontecimientos de mayo y junio de
1968, todas las organizaciones bolcheviques estaban preparadas para destruir la
asamblea estudiantil de la Sorbona, con tal de aumentar su influencia y caudal
de afiliados. Su preocupación principal no era la revolución, sino las
auténticas formas sociales creadas por los estudiantes, sino el crecimiento de
sus respectivos partidos.
Sólo
una fuerza social pudo haber detenido el crecimiento de la burocracia en Rusia.
Si el proletariado y el campesinado ruso hubieran logrado ampliar el alcance
del autogobierno a través del desarrollo de comités de fábrica viables, comunas
rurales y soviets libres eficientes, la historia del país habría tomado un
curso espectacularmente diferente. No puede discutirse que el fracaso de las
revoluciones socialistas en Europa, después de la Primera Guerra Mundial,
condujo al aislamiento de la revolución rusa. La indigencia material de Rusia,
sumada a la presión del mundo capitalista que la rodeaba, conspiró claramente
contra el desarrollo de una sociedad socialista o coherentemente libertaria.
Pero de ningún modo era inevitable que Rusia se desarrollara según las pautas
del capitalismo de Estado; a pesar de las previsiones iniciales de Lenin y
Trotsky, la revolución fue derrotada por fuerzas internas y no por ejércitos
invasores. Si un movimiento desde abajo hubiera restaurado las conquistas
originales de la revolución de 1917, se habría desarrollado una estructura
social multifacética, basada en el control obrero de la industria, en una
economía campesina de desarrollo libre para el agro y en un libre juego de
ideas, programas y movimientos políticos. Rusia no habría sido aprisionada, en
lo más mínimo, por cadenas totalitarias, ni el stalinismo habría envenenado el
movimiento revolucionario mundial, preparando el camino para el fascismo y la
Segunda Guerra Mundial.
La
evolución del Partido Bolchevique, sin embargo, impidió todos estos fenómenos,
a pesar de las «buenas intenciones» de Lenin y Trotsky. Al destruir el poder de
los comités de fábrica en la industria y aplastar a los makhnovistas,
los obreros de Petrogrado y los marineros de Kronstadt, los bolcheviques
garantizaron el triunfo de la burocracia rusa sobre la sociedad rusa. El
partido centralizado —institución burguesa, si las hay— se convirtió en un
reducto de la más siniestra contrarrevolución. Ésta era la contrarrevolución
encubierta, escudada tras la bandera roja y la terminología de Marx. En última
instancia, lo que los bolcheviques suprimieron en 1921 no era una «ideología»
ni una «conspiración de guardias blancos» sino una lucha elemental del
pueblo ruso por liberarse de toda sujeción y asumir el control de su
propio destino.[25] A Rusia, esto le valió la pesadilla de la dictadura
stalinista; para la generación de los años treinta significó el horror del
fascismo y la traición de los partidos comunistas en Europa y los Estados
Unidos.
Las
dos tradiciones
Pecaríamos
de increíble ingenuidad si supusiéramos que el leninismo fue el producto de un
solo hombre. La enfermedad cala mucho más hondo, no sólo en las limitaciones de
la teoría marxista sino también en las del momento social que produjo al
marxismo. Si esto no se comprende con claridad, seguiremos tan ciegos a la
dialéctica de los acontecimientos actuales como lo estuvieron Marx, Engels, Lenin
y Trotsky en su momento. Y esta ceguera sería en nosotros mucho más reprobable,
porque contamos con una riqueza de experiencia de la que carecían estos hombres
cuando desarrollaron sus teorías.
Karl
Marx y Friedrich Engels eran centralistas: no sólo políticamente, sino también
en lo social y económico. Jamás lo negaron, y sus escritos rebosan de radiantes
elogios a la centralización política, económica y organizativa. Ya en marzo de
1850, en su famoso «Informe del Comité Central de la Liga Comunista»,
formularon una llamada a los obreros para que lucharan no sólo por «una
república alemana única e indivisible, sino también, dentro de ella, por la más
decidida centralización del poder en manos de la autoridad estatal». Para que
la recomendación no fuera tomada a la ligera, se la reiteró continuamente en el
mismo párrafo, que concluye así: «Como en Francia en 1793, también hoy en
Alemania es tarea del auténtico partido revolucionario la instauración de una
centralización estricta».
El
mismo tema reaparece continuamente en años posteriores. Al estallar la guerra
franco-prusiana, por ejemplo, Marx escribe a Engels: «Los franceses necesitan
un correctivo. De vencer los prusianos, la centralización del poder estatal
resultará útil a la centralización de la clase obrera alemana».[26]
Sin
embargo, Marx y Engels no fueron centralistas porque los sedujeran las virtudes
del centralismo per se. Muy al contrario: marxismo y anarquismo han
coincidido siempre en que una sociedad liberada, comunista, implica una
descentralización profunda, la disolución de la burocracia, la abolición del
Estado y la desintegración de las grandes ciudades. «La abolición de la
antítesis entre ciudad y campo no es sólo posible —apunta Engels en el Anti-Dühring—
sino que se ha convertido en una necesidad directa... sólo la fusión de ciudad
y campo pondrá fin al actual envenenamiento del aire, el agua y la tierra...»
Para Engels, esto supone una «distribución uniforme de la población sobre todo
el país»[27] en otras palabras, la descentralización física de las
ciudades.
Los
orígenes del centralismo marxista radican en los problemas planteados por la
formación del Estado nacional. Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo
diecinueve, Alemania e Italia estaban divididas en multitud de ducados,
principados y reinos independientes. La consolidación de estas unidades
geográficas en naciones unificadas, creían Marx y Engels, era un sine
qua non del desarrollo de la industria moderna y el capitalismo. Su
elogio del centralismo no se inspiraba, pues, en una mística centralista, sino
que se basaba en los acontecimientos del período en que vivían: el desarrollo
de la tecnología y el comercio, de una clase obrera unificada, y del Estado
nacional. En este aspecto les preocupaba la emergencia del capitalismo, las
tareas de la revolución burguesa en una era de inevitable escasez material. El
concepto marxiano de «revolución proletaria», por otra parte, es marcadamente
distinto. Marx saluda con entusiasmo a la Comuna de París como «modelo para
todos los centros industriales de Francia». «Este régimen —escribe— una vez
establecido en París y en los centros secundarios, obligará al viejo gobierno
centralizado de las provincias a dar paso, también, al autogobierno de
los productores». (La bastardilla es mía.) Indudablemente, la unidad
nacional no se disolvería, y durante la transición hacia el comunismo existiría
un gobierno central, aunque con funciones limitadas.
No
intento abrumar al lector con citas de Marx y Engels, sino subrayar que los
conceptos fundamentales del marxismo —que hoy son aceptados sin el menor
sentido crítico— eran en realidad el producto de una etapa que ha sido
largamente superada por el desarrollo capitalista en los Estados Unidos y
Europa occidental. Marx no sólo trató los problemas de la «revolución
proletaria» sino también los de la revolución burguesa, particularmente en
Alemania, España, Italia y Europa oriental. Planteó la problemática de la
transición del capitalismo al socialismo en los países capitalistas que apenas
habían superado la tecnología del carbón y el acero, y la problemática del paso
del feudalismo al capitalismo para los países que aún no habían trascendido el
nivel de las artesanías y oficios. En una palabra, los estudios de Marx se
referían específicamente a las precondiciones de la libertad
(desarrollo tecnológico, unidad nacional, abundancia material) y no ya a
las condiciones de la libertad: descentralización, formación
de comunidades, democracia directa, redimensionamiento a escala humana. Sus
teorías aún pertenecían a la esfera de la supervivencia, no a la
esfera de la vida.
Comprendido
esto, el legado teórico marxista se sitúa en una perspectiva adecuada,
separando sus ricos aportes de sus planteamientos históricamente limitados e
incluso paralizantes dentro del contexto actual. La dialéctica de Marx, sus
muchas y muy valiosas observaciones englobadas en el materialismo histórico, su
soberbia crítica de la mercancía, gran parte de sus teorías económicas, la
teoría de la alienación, y sobre todo la noción de que la libertad tiene
prerrequisitos materiales, son contribuciones perdurables al pensamiento
revolucionario.
Al
mismo tiempo, el énfasis que Marx puso en el proletariado industrial como
«agente» del cambio revolucionario, su «análisis clasista» de la transición de
la sociedad de clases, su concepto de la dictadura del proletariado, su
tendencia centralista, su tesis sobre el desarrollo capitalista (que confunde
el capitalismo de Estado con el socialismo) sus proyectos de acción política a
través de partidos electorales, además de muchos conceptos menores asociados a
todos éstos, son directamente falsos en el contexto de nuestro tiempo, y, como
veremos, ya estaban descaminados en su propia época. Provienen de una visión
limitada, o mejor dicho, de las limitaciones de una etapa histórica. Sólo
tienen sentido si recordamos que Marx consideraba que el capitalismo era una
etapa histórica progresiva, paso indispensable para el desarrollo del
socialismo, y su aplicabilidad práctica se reduce estrictamente al momento en
que Alemania afrontaba las tareas democrático-burguesas y la unificación
nacional. (No quiero decir que este enfoque de Marx era correcto, sino que el
enfoque tenía sentido dentro de su tiempo y lugar.)
Así
como la Revolución Rusa contenía un movimiento subterráneo de las «masas» que
chocaba con el bolchevismo, existe ahora un movimiento subterráneo histórico
que se estrella contra todos los sistemas de autoridad. En la época actual,
este movimiento ha recibido el nombre de «anarquismo», aunque nunca se
constriñó a una ideología única o cuerpo de textos sagrados. El anarquismo es
un movimiento libidinal de la humanidad contra la opresión en cualquiera de sus
formas: sus orígenes se remontan a la misma emergencia de la apropiación, la
dominación clasista y el Estado. De este período en adelante, los oprimidos han
resistido a todas las formas que tienden a contener el desarrollo espontáneo
del orden social. El anarquismo irrumpe en el trasfondo social durante todos
los períodos de transición histórica. La declinación del mundo feudal coincidió
con diversos movimientos de masas, en algunos casos de inspiración salvajemente
dionisíaca, que exigían la abolición de todos los sistemas de autoridad,
privilegio y opresión.
Los
movimientos anárquicos del pasado fracasaron, básicamente, porque la escasez
material, consecuencia del bajo nivel tecnológico, viciaba toda armonización
orgánica de los intereses humanos. Toda sociedad que, en el plano material, no
pudiera prometer más que una distribución equitativa de la miseria, engendraba
invariablemente una profunda tendencia hacia la restauración del privilegio,
reformulado según un nuevo sistema. A falla de una tecnología que pudiera
reducir apreciablemente la jornada laboral, la necesidad de trabajar contaminaba
las instituciones sociales basadas en el autogobierno. Los girondinos de la
Revolución Francesa utilizaron la jornada laboral contra el París
revolucionario. Para excluir a los elementos radicales de las secciones,
trataron de imponer una legislación que establecía el fin de todas las
asambleas para las diez de la noche, hora en que los trabajadores parisinos
volvían de sus empleos. Pero las fases anárquicas de las revoluciones del
pasado no abortaron sólo por culpa de las técnicas de manipulación y las traiciones
de las «vanguardias», sino también a causa de sus propias limitaciones
materiales. Las «masas» siempre se han visto obligadas a volver a sus trabajos
de toda la vida, y rara vez pudieron establecer órganos de auto-gobierno que
sobrevivieran luego de la revolución.
Sin
embargo, los anarquistas como Bakunin y Kropotkin estaban en lo cierto cuando
censuraban a Marx por su énfasis centralista y sus conceptos organizativos
elitistas. ¿El centralismo era absolutamente necesario para el progreso
tecnológico? ¿El Estado nacional era indispensable para la expansión del
comercio? ¿La emergencia de grandes empresas económicas centralizadas fue
beneficiosa para el movimiento obrero? Solemos aceptar sin crítica estas
afirmaciones de Marx, en gran parte porque el capitalismo se desarrolló dentro
de un contexto político centralizado. Los anarquistas del siglo pasado
advirtieron que el enfoque centralista de Marx, en caso de afectar el curso de
los acontecimientos históricos, reforzaría de tal modo a la burguesía y el
aparato estatal que la abolición del capitalismo se vería seriamente
dificultada. El partido revolucionario, al duplicar estas características
centralizadas y jerárquicas, reproduciría la jerarquía y el centralismo en la
sociedad revolucionaria.
Bakunin,
Kropotkin y Malatesta no cometieron la ingenuidad de creer que el anarquismo
podría establecerse de la noche a la mañana. Al atribuir este delirio a
Bakunin, Marx y Engels distorsionaron deliberadamente los puntos de vista de
los anarquistas rusos. Los anarquistas del siglo pasado tampoco creían que la
abolición del Estado supondría un «cese del fuego» inmediatamente posterior a
la revolución, para decirlo con los términos oscurantistas que escogió Marx, y
que Lenin repitió con ligereza en Estado y Revolución. Además,
mucho de lo que en Estado y Revolución pasa por «marxismo» es
anarquismo puro: por ejemplo, la sustitución de las fuerzas armadas
profesionales por milicias revolucionarias y la sustitución de los cuerpos
parlamentarios por órganos de autogobierno. En el panfleto de Lenin, lo
auténticamente marxista es su exigencia de un «centralismo estricto», la
aceptación de una «nueva» burocracia y la identificación de los soviets con el
Estado.
Los
anarquistas del siglo pasado estaban profundamente preocupados por el problema
de industrializar sin aplastar el espíritu revolucionario de las «masas» ni
interponer nuevos obstáculos a su emancipación. Temían que la centralización
robusteciera la capacidad de la burguesía para resistir a la revolución e inyectar
un sentimiento de obediencia a los obreros. Intentaron rescatar todas las
formas comunales precapitalistas (el mir ruso, el puebloespañol,
entre otros) que pudieran servir de referencia para una sociedad libre, no sólo
en un sentido estructural sino también espiritual. Por esto proclamaron la
necesidad de una descentralización, aún durante el capitalismo. Al contrario de
los partidos marxistas, sus organizaciones prestaban especial atención a lo que
llamaban «educación integral» —el desarrollo del hombre total— para
contrarrestar la influencia banalizante de la sociedad burguesa. Los
anarquistas trataban de vivir según los valores del futuro, en la medida en que
esto era posible dentro del capitalismo. Confiaban en que la acción directa
favorecería la iniciativa de las «masas», conservaría el espíritu creativo y
alentaría la espontaneidad. Trataban de desarrollar organizaciones basadas en
la ayuda mutua y la fraternidad, cuyo control se ejercería de abajo hacia
arriba, y no al revés.
Hagamos
una pausa, ahora, para examinar las organizaciones anarquistas con algún
detalle. Este tema ha sido oscurecido por una sorprendente cantidad de
infundios. Los anarquistas, o al menos los anarco-comunistas, aceptan que la
organización es necesaria.[28] Esto es tan indiscutible como Marx aceptaba
la necesidad de una revolución social.
Lo
que está en discusión no es «organización o no», sino qué tipo de organización
proponen los anarco-comunistas. La diferencia está en que los anarco-comunistas
proponen el desarrollo orgánico desde abajo, en contraposición con la
orquestación de cuerpos institucionales desde arriba. Se trata de movimientos
sociales que, combinan un estilo de vida creativo y revolucionario con una
teoría igualmente creativa y revolucionaria, y no ya de partidos políticos cuyo
modo de vida es indistinguible del medio burgués que los rodea, y cuya
ideología se reduce a «programas probados y aceptados». En la medida de lo
humanamente posible, tratan, de reflejar a la sociedad liberada que constituye
su aspiración, en lugar de esclavizarse en la imitación del sistema dominante
de clases, jerarquías y autoridades. Se edifican en torno a grupos íntimos de
hermanos y hermanas —grupos de afinidad— cuya capacidad de acción común se basa
en la iniciativa, las convicciones libremente asumidas y un profundo compromiso
personal, y no alrededor de un aparato burocrático integrado por afiliados
dóciles y manipulado desde arriba por un puñado de líderes omniscientes.
Los
anarco-comunistas no niegan la necesidad de una coordinación entre los grupos,
a los efectos disciplinarios, o para un planteamiento meticuloso y cierta
unidad de acción. Pero consideran que la coordinación, la disciplina, la
planificación y la unidad de acción deben surgir voluntariamente, a
través de una autodisciplina nutrida por la convicción y la comprensión, y no
por la coacción ni por una obediencia ciega a las órdenes superiores. La
eficacia que se supone privativa del centralismo, ellos se proponen obtenerla
sin recurrir a una estructura jerárquica centralizada, En función de distintas
necesidades o circunstancias, los grupos de afinidad pueden lograr eficacia por
medio de asambleas, comités de acción y conferencias locales, regionales o
nacionales. Pero se oponen enérgicamente al establecimiento de una estructura
organizativa que pudiera convertirse en un fin en sí misma, de comités que se
perpetúan después de que sus objetivos prácticos están agotados, de una
«vanguardia» que haría del «revolucionario» un simple robot.
Estas
conclusiones no son el resultado de impulsos «individualistas» y volátiles: muy
por el contrario, emergen de un estudio preciso de las revoluciones del pasado,
del impacto que los partidos centralizados han tenido sobre el proceso
revolucionario y de la naturaleza del cambio social en una era de abundancia
potencial. Los anarco-comunistas tratan de preservar y extender la fase
anárquica que abre todas las grandes revoluciones sociales. Aún más que los
marxistas, consideran que las revoluciones son el fruto de profundos procesos
históricos. Ningún comité central «hace» una revolución; en el mejor de los
casos puede orquestar un golpe de estado, cambiando una jerarquía
por otra; en el peor, es capaz de detener un proceso revolucionario, si ejerce
una influencia más o menos extensa. Todo comité central es un órgano para la
toma del poder, para recrear el poder: se apropia de lo que las «masas» han
obtenido con su propio esfuerzo revolucionario. Hay que estar ciego a todo lo
ocurrido durante los dos últimos siglos para no reconocer estos hechos.
En
el pasado, los marxistas han podido formular un planteamiento inteligible
(aunque no por eso válido) sobre la necesidad de un partido centralizado,
porque la fase anárquica de la revolución se agotaba al chocar contra la
escasez material. Económicamente, las «masas» debían volver siempre a su
esforzado trabajo de toda la vida. La revolución cesaba a las
diez de la noche, al margen de las intenciones reaccionarias de la Gironda en
1793; el bajo nivel tecnológico la detenía. Hoy en día, esta excusa ha sido
eliminada por el desarrollo de una tecnología de abundancia, especialmente en
los EE.UU. y Europa occidental. Se ha llegado a un punto en que las «masas»
pueden comenzar a expandir drásticamente el «reino de la libertad» en el
sentido marxista, adquiriendo el tiempo libre que supone un ejercicio superior
del autogobierno.
Lo
que demostraron los acontecimientos de mayo-junio en Francia no es la necesidad
de una conciencia mayor entre las «masas». París demostró que se necesita una
organización que difunda sistemáticamente ideas: y no sólo ideas, sino ideas
que promuevan el concepto de autogobierno. A las «masas» de Francia no les
faltó un Lenin que las «organizara» o dirigiera, sino la convicción de que
podrían haber gestionado las fábricas, en lugar de limitarse a ocuparlas. Es
notable que ni un solo partido de tipo bolchevique haya alzado, en
Francia, la bandera del autogobierno. Sólo los anarquistas y situacionistas
plantearon esta reivindicación.
Existe
la necesidad de una organización revolucionaria, pero su funciones deben estar
siempre claras. Su primer objetivo es la propaganda: «explicar pacientemente»,
como decía Lenin. En una situación prerrevolucionaria, la organización
revolucionaria presenta las exigencias más avanzadas: está en condiciones de
formular, ante cada nuevo giro de los acontecimientos y en forma concreta, el
objetivo inmediato en la línea del proceso revolucionario. Suministra los
elementos más eficaces para la acción y la elaboración de decisiones en los
órganos revolucionarios.
¿En
qué difieren, entonces, los grupos anarco-comunistas del tipo bolchevique de
partido? No, por cierto, en cuestiones como la necesidad de una organización,
de cierto planteamiento, para la coordinación del esfuerzo, de la propaganda en
todas sus formas o de un programa social. Fundamentalmente, difieren del
partido bolchevique en su creencia de que los revolucionarios genuinos deben
funcionar dentro del marco de las formas creadas por la revolución,
y no dentro de las formas creadas por el partido. Esto significa que están
comprometidos con los órganos de autogobierno revolucionario, y no con la
«organización» revolucionaria; con formas sociales, no políticas.
Los anarco-comunistas no intentan instalar una estructura estatal sobre estos
órganos populares revolucionarios sino, por el contrario, disolver todas las
formas organizativas del período prerrevolucionario (incluyendo a las suyas
propias) en el seno de estos organismos genuinamente revolucionarios.
Las
diferencias son fundamentales. A pesar de su retórica y sus slogans, los
bolcheviques rusos jamás han creído en los soviets; los consideraban meros
instrumentos del Partido Bolchevique, actitud que los trotskistas franceses
imitaron fielmente en sus relaciones con la asamblea estudiantil de la Sorbona,
así como los maoístas franceses con los sindicatos, y los grupos de la Vieja
Izquierda con el movimiento americano Students for a Democratic Society (SDS).
Hacia 1921, los soviets estaban prácticamente muertos; el Buró Político y el
Comité Central del Partido Bolchevique tomaban todas las decisiones. Los
anarco-comunistas no sólo se proponen evitar que los partidos marxistas vuelvan
a hacer esto; también tratan de impedir que su propia organización llegue a
jugar un papel similar. Por lo tanto, evitan cuidadosamente toda emergencia de
elementos burocráticos, jerarquías o élites dentro del movimiento. No menos
importante es su intento de rehacerse a sí mismos: erradican de sus
propias personalidades todo rasgo autoritario o inclinación elitista de los que
se asimilan desde la cuna en la sociedad jerárquica. El movimiento anarquista
no sólo actúa en el plano de los estilos de vida en beneficio de su propia
integridad, sino en función de la misma revolución.[29]
Ante
las desconcertantes encrucijadas ideológicas de nuestro tiempo, hay una
pregunta de fondo que debería estar siempre presente: ¿Para qué diablos estamos
tratando de hacer una revolución? ¿Para recrear la jerarquía, agitando ante los
ojos de la humanidad el sueño confuso de un futuro de libertad? ¿Para impulsar
el desarrollo tecnológico, creando una abundancia de bienes aún mayor que la
actual? ¿Para «igualar» a la burguesía? ¿Para llevar al poder al PL? ¿O al
Partido Comunista? ¿O al Partido Socialista Obrero?[30] ¿Se trata de
emancipar abstracciones como «El Proletariado», «El Pueblo», la «Historia», la
«Sociedad»?
¿O
se trata de disolver, finalmente, la jerarquía, la dominación de clases y la
opresión: de que cada individuo tome el control de su vida cotidiana?
¿Se
trata de hacer de cada momento una experiencia maravillosa, y de la vida de
cada individuo una realización integral? Si el verdadero propósito de la
revolución es instalar a los hombres de neanderthal del PL en el poder, no creo
que merezca la pena. Es innecesario discutir el problema absurdo de si el
desarrollo individual puede separarse de la evolución social y comunal;
obviamente ambos van juntos. La base de un ser humano total es una sociedad
integral; la base para un hombre libre es una sociedad libre.
Al
margen de estas cuestiones, aún debemos responder a la pregunta que Marx se
planteaba ya en 1850: ¿Cuándo comenzaremos a tomar nuestra poesía del futuro en
lugar de robarla al pasado? Debemos dejar que los muertos entierren a sus
muertos. El marxismo está muerto porque tiene sus raíces en una era de escasez,
cuyas posibilidades estaban limitadas por la privación material. El mensaje
social, más importante del marxismo consiste en que la libertad tiene ciertos
prerrequisitos materiales: debemos sobrevivir, para vivir. Con el desarrollo de
una tecnología que ni la ciencia-ficción más audaz pudo imaginar en tiempos de
Marx, ha venido a plantearse ante nosotros la posibilidad de una sociedad
post-escasez. Todas las instituciones de la sociedad de apropiación —dominación
clasista, jerarquía, familia patriarcal, burocracia, ciudad, Estado— están
agotadas. Hoy, la descentralización no es sólo deseable, como medio para
restaurar una escala humana, sino también necesaria para recrear una ecología
viable, salvando a la vida de los contaminantes destructivos y la erosión del
suelo, preservando una atmósfera respirable y el equilibrio natural. La
promoción de la espontaneidad es necesaria para que la revolución social ponga
a cada individuo al timón de su propia vida cotidiana.
Las
viejas formas de lucha no desaparecen totalmente a causa de la descomposición
de la sociedad de clases, pero la problemática de la sociedad sin clases las va
superando paulatinamente. No hay revolución social sin participación obrera, y
por lo tanto los trabajadores deben contar con nuestra solidaridad activa en
cada batalla que libren contra la explotación. Luchamos contra los crímenes
sociales dondequiera que aparezcan; y la explotación industrial es un crimen.
Pero también lo son el racismo, la violación del derecho a la autodeterminación,
el imperialismo y la miseria; y lo mismo puede decirse, por otra parte, con
respecto a la polución, la urbanización galopante, la perversa socialización de
los jóvenes y la represión sexual. En cuanto al problema de ganar a la clase obrera
para la revolución, debemos tener presente que el desarrollo del proletariado
es una precondición para la existencia de la propia burguesía. El capitalismo,
como sistema social, presupone la existencia de ambas clases, y se
perpetúa gracias al desarrollo de ambas. En la medida en que alentemos el
desclasamiento de las clases no burguesas —al menos en un sentido
institucional, psicológico y cultural— estaremos combatiendo las premisas de la
dominación clasista.
Por
primera vez en la historia, la fase anárquica que saludó el principio de todas
las grandes revoluciones del pasado puede ser preservada como condición
permanente, gracias a la avanzada tecnología de nuestro tiempo. Las
instituciones anarquistas de dicha fase —asambleas, comités de fábricas, comités
de acción— pueden estabilizarse como elementos de una sociedad liberada, como
factores de un nuevo sistema de autogobierno. ¿Construiremos un movimiento
capaz de defenderlas? ¿Crearemos una organización de grupos de afinidad capaz
de disolverse en el seno de estas instituciones revolucionarias? ¿O
edificaremos un partido burocrático, centralizado, jerarquizado, que intentará
dominarlas, suplantarlas y finalmente destruirlas?
Escucha,
marxista: la organización que intentamos construir es el tipo
de sociedad que creará nuestra revolución. Si no sepultamos al pasado —en
nosotros mismos, así como dentro de nuestros grupos— no tendremos nada que
ganar en el futuro.
Sobre
los grupos de afinidad
La
expresión inglesa «affinity group» es la traducción de grupo de
afinidad,[31] nombre que designaba en España a la célula básica de
la Federación Anarquista Ibérica, reducto de los militantes más
idealistas de la CNT, la inmensa central anarco-sindicalista. No creo
conveniente ni posible imitar los métodos y organizaciones de la FAI. Los
anarquistas españoles de los años treinta afrontaban problemas totalmente
diferentes a los que actualmente encaran los anarquistas norteamericanos. El
grupo de afinidad, en tanto que organismo, posee sin embargo algunas
características aplicables a cualquier situación social: las reconocemos en las
formas adoptadas intuitivamente por los radicales americanos, bajo el nombre de
«comunas», «familias» y «colectivos».
El
grupo de afinidad podría definirse como un nuevo tipo de familia ampliada, en
la cual los lazos de parentesco son reemplazados por relaciones humanas
profundamente empáticas, que se nutren de unas ideas y una práctica
revolucionaria comunes. Mucho antes de que el término «tribu» conociera su
actual popularidad en la contracultura americana, los anarquistas españoles se
referían a sus congresos como asambleas de las tribus.
Deliberadamente, cada grupo de afinidad conservaba sus reducidas dimensiones,
para asegurar la máxima intimidad posible entre sus miembros. Directamente
democrático, comunal y autónomo, el grupo combinaba la teoría revolucionaria
con un estilo revolucionario de vida cotidiana. Creaba un espacio libre donde
los revolucionarios podían reconstruirse a sí mismos, como individuos y como
seres sociales.
Los
grupos de afinidad tenían la función de actuar como catalizadores en el
contexto del movimiento popular, pero no se consideraban su «vanguardia»;
proveían iniciativa y conciencia, no un «equipo dirigente» ni una «jefatura».
Por sus características, el grupo de afinidad tiende a actuar en una forma
molecular. La coordinación de esfuerzos o su eventual separación depende de las
situaciones que se van presentando, no de las órdenes burocráticas de un lejano
centro de comando. En casos de represión política, los grupos de afinidad
resultan altamente refractarios a la infiltración policial. Dadas unas íntimas
relaciones entre los participantes, los grupos suelen ser difíciles de penetrar
y, cuando la infiltración se produce, no existe ningún aparato central que pueda
revelar al infiltrado la estructura de todo el movimiento. En las condiciones
más severas, los grupos siguen manteniendo contacto entre sí, por medio de sus
periódicos y publicaciones.
Por
otro lado, durante períodos de actividad intensa, nada impide a los grupos de
afinidad trabajar en estrecha unión, en la exacta medida en que así lo requiera
la situación específica. Pueden federarse con toda facilidad, a través de
asambleas locales, regionales o nacionales, para formular una política común;
pueden, también, crear comités de acción temporales (como los estudiantes y
obreros franceses de 1968) coordinando tareas específicas. Pero, ante todo, los
grupos de afinidad están arraigados en el movimiento popular. Deben fidelidad a
las formas sociales creadas por el pueblo revolucionario, y no a una burocracia
impersonal. Debido a su autonomía y localismo, los grupos conservan siempre una
marcada sensibilidad a toda posibilidad nueva. Intensamente experimentales y
con muy variados estilos de vida, se estimulan mutuamente, y estimulan al
movimiento popular. Cada grupo trata de obtener los recursos necesarios para
funcionar esencialmente por sus propios medios. Cada grupo elabora su propio
cuerpo global de conocimiento y experiencia, con el objeto de superar las limitaciones
sociales y psicológicas que la sociedad burguesa impone al desarrollo
individual. Cada grupo, como núcleo de conciencia y experiencia, trata de
impulsar el movimiento revolucionario del pueblo hasta el punto en que,
finalmente, el grupo mismo pueda desaparecer, en el seno de las formas sociales
orgánicas creadas por la revolución.
[1] El
autor se refiere a organizaciones de la nueva izquierda de USA. La sigla SDS
corresponde a la radical «Students for Democratic Society». (N. del T.)
[2] Importante
central obrera norteamericana. (N. del T.)
[3] Karl
Marx, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, Ariel, Barcelona.
[4] Cuando
escribí estas líneas, el Progressive Labor Party ejercía gran influencia sobre
la SDS. Aunque el PLP ha perdido casi toda aquella influencia en el movimiento
estudiantil, su organización sigue constituyendo un buen ejemplo de la
mentalidad y valores de la Vieja Izquierda. No he modificado estas referencias
porque son válidas para casi todos los grupos marxistas-leninistas.
[5] Dodge
Revolutionary Union Movement, DRUM, parte integrante de la Liga de Trabajadores
Negros Revolucionarios, con epicentro en Detroit.
[6] Juego
de palabras basado en dos lunfardismos. Podría traducirse por (si Marcuse
es)... una política o un poli... (N. del T.)
[7] El
marxismo es, ante todo, una teoría de la praxis, o para ubicar esta relación en
su perspectiva correcta, una praxis de la teoría. Este es el verdadero
significado de la transformación marxiana de la dialéctica, a la que desplazó
de la dimensión subjetiva (donde los Jóvenes Hegelianos aún trataban de
confinar la concepción de Hegel) a la objetividad, de la crítica filosófica a
la acción social. Cuando la teoría se divorcia de la práctica, no es que se
mate al marxismo, sino que este se suicida. Aquí reside su aspecto más noble y
admirable. Los esfuerzos de los cretinos que se sirven de Marx para mantener
vivo el sistema con remiendos y reformas son insultos que degradaban el nombre
de Marx con un «academicismo» a la Maurice Dobh y George Novack, deformando y
contaminando todo lo que Marx sostenía.
[8] En
realidad, los marxistas hablan muy poco, hoy día, de la «crisis crónica
(económica) del capitalismo», a pesar de que este concepto constituye el punto
focal de la teoría económica de Marx.
[9] Por
razones de carácter ecológico, podemos aceptar no el concepto de «dominación de
la naturaleza por el hombre» en el sentido simplista que tenía para Marx hace
un siglo. Este problema se analiza en «Ecología y pensamiento revolucionario».
[10] Los
marxistas que hablan del «poder económico» del proletariado no hacen más que
repetir la posición de los anarco-sindicalistas, a quienes Marx censuraba
amargamente. A Marx no le interesaba el «poder económico» del proletariado sino
su poder político, notoriamente a causa de su predicción de que se
convertiría en parte mayoritaria de la población. Estaba convencido de que los
trabajadores industriales serían empujados a la revolución, en
principio, por la desposesión material a que los reduciría la tendencia
acumulativa del capitalismo; organizados por las fábricas
y disciplinados por la rutina industrial, podrían constituir
sindicatos y sobre todo, partidos políticos, que en algunos países se verían
precisados a usar métodos insurreccionales y en otros (Inglaterra, Estados
Unidos; luego Engels agregó Francia), podrían llegar al poder por la vía
electoral, decretando y legislando la instauración del socialismo. Gracias a la
deshonestidad de muchos marxistas para con su Marx y su Engels, algunas
importantes observaciones han quedado sin traducir; otras fueron burdamente
distorsionadas.
[11] Este
lugar es tan bueno como cualquier otro para desechar la noción de que
«proletario» es todo aquel que no puede vender otra cosa que su fuerza de
trabajo. Es cierto que Marx definió al proletariado en estos términos, pero
también elaboró una dialéctica histórica del desarrollo de la clase. El
proletariado surgió de una clase desposeída y explotada, alcanzando su
expresión más avanzada en el obrero industrial, que correspondía a
la forma más avanzada del capital. En los últimos años de su vida, Marx
exteriorizó cierto desprecio por los trabajadores de París, ocupados
fundamentalmente en la producción de bienes de lujo, refiriéndose a «nuestros
obreros alemanes» —los más robotizados de Europa— como proletariado «moderno»
del mundo.
[12] Trasladar
la teoría marxiana de la pauperización a términos internacionales, y no ya
nacionales (como lo planteaba Marx) es un subterfugio. En primer lugar, esta
triquiñuela teórica intenta esquivar la pregunta de por qué la pauperización no
ha ocurrido dentro de las plazas fuertes industriales del capitalismo, las
únicas áreas en que se da un punto de partida tecnológicamente adecuado para
una sociedad sin clases. Si depositamos nuestras esperanzas en el mundo
colonial como «proletariado», estaremos tentando al genocidio. América y su
nuevo aliado, Rusia, poseen todos los medios técnicos para bombardear al mundo
subdesarrollado hasta someterlo. Acecha en el horizonte una amenaza real: la
transformación de los Estados Unidos en un imperio nazi. Es disparatado afirmar
que este país es «un tigre de papel». Es un tigre termonuclear, y la clase
dirigente norteamericana, desprovista como está de frenos culturales, es capaz
de actos aún más salvajes que los de Alemania, si se convierte en una potencia
auténticamente fascista.
[13] Consciente
de esto, Lenin describía al «socialismo» como «un monopolio capitalista estatal
que opera en beneficio de todo el pueblo» [V. I. Lenin, The Threatening
Catastrophe and How todo Fight It, The Little Lenin Library, vol. II
(International Publishers, Nueva York, 1932), pág. 37]. Si uno atiende a sus
implicaciones, esta afirmación resulta por demás extraordinaria y
contradictoria.
[14] En
este aspecto, el obrero comienza a aproximarse a los tipos humanos de
transición social, que siempre han sido más revolucionarios de la historia. En
general, el «proletariado» ha sido más revolucionario en los períodos de
transición cuando menos «proletarizado» estaba, psíquicamente, por el sistema
industrial. Los grandes focos de las revoluciones obreras clásicas fueron
Petrogrado y Barcelona, donde los trabajadores habían sido virtualmente
arrancados del medio campesino, y París, donde aún desempeñaban oficios
artesanales o provenían directamente del medio artesanal. Al hallar grandes
dificultades para adaptarse a la dominación industrial, estos trabajadores se
convirtieron en una continua fuente de conflictos sociales y revolucionarios.
La clase obrera estable y hereditaria, en cambio, resultó sorprendentemente
no-revolucionaria. Aún en el caso del proletariado alemán —que Marx y Engels
calificaron de «clase obrera modelo» europea— la mayoría no apoyó a los
espartaquistas en 1919. Enviaron una gran mayoría de socialdemócratas oficiales
al Congreso de Comités Obreros, y al Reichstag en años posteriores, alineándose
tras el Partido Social Demócrata hasta 1933.
[15] Este
estilo de vida revolucionario puede desarrollarse tanto en las fábricas como en
las calles, en las escuelas y barriadas, en los suburbios, el East-Side o la
Bahía de San Francisco. Su esencia es el desafío, que erosiona las costumbres,
instituciones y fetiches.
[16] Este
es un hecho que Trotsky jamás comprendió, por no desarrollar hasta sus últimas
consecuencias su propio concepto de «desarrollo combinado». Trotsky estimó
correctamente que la Rusia de los zares, rezagada en el desarrollo burgués
europeo, elaboraría aceleradamente las etapas más avanzadas del capitalismo
industrial, sin reconstruir el proceso desde el principio. Hipnotizado por la
ecuación «propiedad nacionalizada = socialismo». Trotsky no comprendió que el
capitalismo monopolista tendía a amalgamarse con el Estado, y que lo que se
instauraba en Rusia era esta nueva forma del capitalismo. Eliminadas las
estructuras burguesas tradicionales, el stalinismo preparó un «puro»
capitalismo de Estado, una contrarrevolución que reconstruyó las formas
mercantiles en un nivel industrial superior. El Estado se convirtió en clase
dominante.
[17] Citado
por Leon Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa, Zero, 1973.
[18] El
movimiento 22 de Marzo funcionó como agente catalizador y no como vanguardia.
No ordenó: instigó, permitiendo el libre juego de los acontecimientos,
indispensable a la dialéctica del alzamiento; por esto los estudiantes actuaron
en el momento adecuado. Sin él, no hubieran existido las barricadas del 10 de
mayo, que desencadenaron la huelga general obrera.
[19] Ver
«Las formas de la libertad».
[20] V.
I. Lenin, «Las tareas inmediatas del Gobierno Soviético». En este áspero
articulo, Lenin abandona por completo su perspectiva libertaria de Estado
y Revolución, subrayando la necesidad de «disciplina» y propugnando el
sistema de Taylor, que antes de la revolución condenara porque hacía del hombre
un esclavo de la máquina.
[21] V.
V. Osinsky, «On the Building oficina Socialism», citado por R. V.
Daniels, The Conscience of the Revolution (Harvard University
Press; Cambridge, 1960), págs. 85-86.
[22] Robert
G. Wesson, Soviet Communes (Rutgers University Press; New Brumswich;
N.J., 1963), pág. 145.
[23] R.
V. Daniels, op cit., pág. 145.
[24] Mosche
Lewin, Lenin's Last Struggle (Pantheon, Nueva York, 1968)
página 122.
[25] Describiendo
este movimiento elemental de los trabajadores rusos como «complot del capital internacional»,
«resitencia kulak» o «conspiración de la Guardia Blanca», los
bolcheviques descendieron a un nivel teórico paupérrimo, sin engañar a nadie
salvo a sí mismos. La erosión espiritual dentro del partido allanó el camino
para la política de policía secreta y asesinato de la personalidad, conduciendo
finalmente a la aniquilación de los cuadros bolcheviques. Esta odiosa
mentalidad policial campea, por ejemplo, en cualquier edición de la
revista Progressive Labor, para quien Marcuse es un agente de la
CIA y todo adversario un «anti-obrero».
[26] Marx-Engels, Selected
Correspondence (International Publishers; Nueva York, 1942), pág. 212.
[27] Friedrick
Engels, Anti-Düring, Ciencia Nueva, 1968.
[28] El
término «anarquista» es de carácter genérico, como «socialista», y
probablemente existen tantos tipos de anarquismo como de socialismo. En ambos
casos, el espectro abarca desde las formas extras del liberalismo (los
«anarquistas individualistas» por un lado, los social-demócratas por el otro)
hasta los comunistas revolucionarios: anarco-comunistas por un lado y
revolucionarios marxistas, leninistas y trotskistas por el otro.
[29] Cabe
señalar que este es el sentido del dadaísmo anarquista, la excentricidad
anárquica que tanta consternación produce en la gente del PLP. Esta
excentricidad anarquista se propone despedazar los valores heredados de la
sociedad jerárquica, hacen estallar las rigideces instauradas por el proceso de
socialización burguesa. En pocas palabras, se trata de un intento de ruptura
del súper yo, que tiene un efecto paralizante sobre la
espontaneidad, la imaginación y la sensibilidad, y de restaurar el sentido del
deseo, de lo maravilloso, de lo posible, de la revolución como festival
jubiloso y liberador.
[30] Progressive
Labor Party (PLP, también PL) y Socialist Workers Party (Partido
Socialista Obrero en esta traducción) son grupúsculos de la izquierda
norteamericana. (N. del T.)
[31] En
español en el original. (N. del T.)